La ventana que se abre ante nuestros ojos en La perra (Alfaguara, 2023), de la escritora colombiana Pilar Quintana, es el umbral que separa el mundo real que habitamos del mundo desafiante de un pueblo pequeño del Pacífico donde confluyen la naturaleza y sus desafíos en el seno de una región en la que la lucha permanente por subsistir se da por igual en el mundo animal como en el humano para satisfacer las tres necesidades congénitas de todo ser vivo: el alimento, el cobijo y la reproducción. Esta es una historia que sucede en la selva costera colombiana donde vive Damaris, una humilde mujer negra que cuida la casa de recreo de una familia adinerada. El pueblo que habita consiste en “una calle larga de arena con casas a lado y lado”. Son habitáculos destartalados, construidos “sobre estacas de madera, con paredes de tabla y techos negros de moho”.
Ya a punto de cumplir cuarenta años, Damaris ha desistido en sus esfuerzos denodados por tener descendencia, y cierto día decide adoptar a una cachorrita de apenas unos días de nacida, cuya madre apareció muerta en la playa. Debe alimentarla con una jeringa cargada de leche, y es así cómo se crea un vínculo casi maternal con el animal al que nombra como Chirli, convirtiéndose en el motor de la historia. La relación con Rogelio, su esposo, “un negro grande y musculoso, con cara de estar enojado todo el tiempo”, es tensa por culpa de su infertilidad. Siente su desdén que, cada vez más, la ha llevado a distanciarse de él. La soledad y el abandono del lugar, en medio de una selva enorme, agreste y peligrosa, trazan de principio a fin la atmósfera recurrente de toda la novela, un hábitat que, a su vez, marca de continuo los designios de sus personajes.
Sin embargo, al igual que le ocurre a los niños cuando crecen, que poco a poco necesitan cortar su dependencia materna, a Chirli, que siempre anda libre, le resulta fácil dar el primer paso hacia la independencia y desaparecer. Para Damaris, en cambio, el vínculo persiste y su desaparición se convierte en drama, en angustia de madre que pierde a su cría, y la busca desesperadamente. Se enfrenta a los embates del clima y su intemperie, a las lluvias tormentosas de vientos y truenos, desafiando la hostilidad de una selva repleta de peligros: con culebras venenosas, arañas, hormigas y bichos incontables a ras del barro o entre hojas podridas, un mundo adverso, de entorno inquietante, de similar calibre a la zozobra que se está desatando en su propia congoja.
En esa realidad selvática desafiante, emerge también todo un caudal léxico de jugosa receptividad natural que se plasma en la narración como son las quebradas y aguaceros, los vericuetos y los contratiempos que se van encadenando en cada pasaje. Hasta que sobreviene la desgracia, como confirmación atávica de que nada es como debería ser y no se puede confiar ni en un mar en calma, capaz de tragarse y luego escupir a la gente, ni en una perra criada como una hija, que huye, regresa y vuelve a escapar un sinfín de veces, hasta que retorna de sus andanzas preñada, para desentenderse por completo de sus cachorros, algo inconcebible para Damaris, ya que la maternidad es un fortín sagrado para ella.
Pilar Quintana nos cuenta con magistral destreza y tensión creciente todo este lance narrativo en el que se aúnan la soledad, el dolor de una maternidad truncada y el desplome de sus ilusiones, con equidistancia, sin acudir al melodrama. Por aquí transitan vidas rutinarias, con sus quehaceres y miserias, vidas en las que las calamidades son aceptadas como ineludibles, dispuestas por el destino. Ese consentimiento primario de lo inexorable que la naturaleza impone es lo que permea en el sentir de los personajes, es lo que percibimos en sus escasos y lacónicos diálogos, como si obedeciera a un conjuro ancestral irremediable.