El desafío de esta nueva novela de Rosa Ribas (El Prat de Llobregat, Barcelona, 1963), tiene que ver con la decisión de escribir sobre su vida, de saber que ese acto la va a poner a prueba frente al pasado, frente a los demás y frente a sí misma. Esta idea de desafío íntimo que aglutina Peces abisales (Tusquets, 2024) es, ante todo, la respuesta a una necesidad de escribir sobre la vida personal con las experiencias propias de la autora, consciente de que escribir sobre uno mismo implica el deseo de ser verdadero, y supone la restricción, en buena medida, de la ficción. Esto hace partícipe al lector, porque para leer una vida contada, hay que sentirla como parte de la propia. Esa vida habla también de la nuestra. Nos guía a comprender cómo funciona la vida de quien la cuenta, pero también, de manera oblicua, a entender la nuestra.
La autora ya lo deja señalado en la antesala del libro con tres citas, una de Landero, otra de Salter y la tercera de Martin Amis, que si las fusionáramos entre sí nos dicen que hay poco que contar, que lo que importa de una novela es que nos parezca real, o al menos verosímil. Y que, desde luego, aunque todo parezca un sueño, lo que importa es preservarlo por escrito para que alcance alguna posibilidad de ser real, más que de parecerlo. Y, desde luego, siendo algo tan delicado escribir una novela, quien la escribe se pone al descubierto, mostrando quién es en realidad. Confiesa Ribas que, cuando se pone a juntar letras, su interés no es otro que completar lo que no recuerda: “Cuando escribo, me invento lo que no vi o lo que vi solo de manera parcial, borrosa. Gracias a unos ojos bastantes defectuosos, tengo mucha práctica en rellenar vacíos de información”.
En Peces abisales encontramos todo un destilado de evocaciones, vivencias, lecturas y experiencias convertidas en literatura, un modo de hacer visible el universo de una autora que no finge tampoco sus desasosiegos y desvelos, como así deja dicho: “Los miedos son tan poderosos que no desaparecen nunca del todo, solo se transforman. Algunos, aunque parezcan infantiles, siempre nos acompañan”. La infancia y la adolescencia, o las historias de terror, así como el paso del tiempo y las mudanzas a la vida adulta en Berlín, comparecen ante el conjuro de la escritura, “ese dulce veneno adictivo”, como señala Landero en El balcón del invierno, traído aquí como reclamo y requiebro de búsqueda de la verdad de la vida a través de la escritura: “Cuando escribo –dice Ribas– no me dan miedo los monstruos. Porque al escribir puedo mudar la piel constantemente, experimentar lo que nunca podré hacer en la vida real, entender, o por lo menos intentar entender, cómo funcionan las mentes ajenas”.
Contar momentos que marcaron su infancia, o que acomplejaron su adolescencia, dar cuenta de insólitos descubrimientos que luego tuvieron relevancia, transmitir detalles de la convivencia con cuatro generaciones de una misma familia, explicar que la palabra es el cuerpo reconducido de la mirada y de la experiencia, el andamiaje necesario, lo verdaderamente autobiográfico, incluso cuando se ha pasado la mitad de la vida en otro país y en otro idioma. Rosa Ribas nos descubre que todo esto, y mucho más, es un detonante para ser contado, y que, en consecuencia, tenga sentido. Nos dice que es la literatura la que está constantemente desplegando esas capas temporales, geográficas, idiomáticas, íntimas, emocionales, vitales, que dan pujanza a la escritura y permiten rescatar detalles de las experiencias de una niña zurda, como ella, y compadecerse con ligereza de las vivencias de una adolescente miope e inconformista, ávida de extrañezas y ficciones.
El lector está invitado a sumergirse en páginas de remanso literario inmersas en el pasado, y eso es lo que le da presente, como si el relato respondiera a un mandato interior que le impele a hacerlo, a recalar en el propio almacén de la memoria de la autora. Deja ver, como decía Mario Levrero, aquello de que cuando se llega a cierta edad uno deja de ser el protagonista de sus acciones, como si todo se transformarse en puras secuelas de vivencias anteriores, sin apenas orden cronológico. Da igual el camino emprendido al escribir una novela de no-ficción con tal de llegar a emocionarnos como lectores. Lo que esta novela se propone es afirmar que merece la pena vivir la vida para contarla, porque vivir se sustancia en ello, en la necesidad de narrarnos, en querer hacerlo.
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