viernes, 31 de mayo de 2024

Armadura literaria


No voy a opinar acerca de la frenética trayectoria literaria tan prolífica como la de Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967), convertida en una de las escritoras más populares en lengua francesa de la actualidad. No lo hago porque, del conjunto de su obra, treinta novelas publicadas, tan solo he leído, hasta el momento, Primera sangre (2023), un libro vivaz, sumergido en el núcleo familiar con el que rinde tributo a la figura de su padre, reconstruyendo la génesis de su familia antes de que ella naciera, contada en primera persona por el propio Patrick Nothomb, que allá por 1964 se encontraba, junto a un buen número de compatriotas suyos, secuestrado en el Congo por unos rebeldes cuando representaba a su país como cónsul belga. Quedé, tras su lectura, con muy buenas sensaciones. Me gustó su estilo narrativo, sobrio y persuasivo, y me dije a mí mismo que no desaprovecharía la oportunidad de volver a leer algo nuevo suyo.

Y aquí me hallo con ganas de hablar de Los aerostatos (Anagrama, 2024), su más reciente novela que nos llega bajo la estupenda traducción de Sergi Pàmies, colocándome como espectador ante el escenario de una obra singular y concisa, tan propia de su estilo, en la que Amélie Nothomb desarrolla una historia para engatusarnos, para avivar nuestra perspectiva, acompañando a sus personajes en una odisea literaria y vital, casi como si se tratara de una obra teatral. Sorprende ese tono personal y escénico de la novela que añade, al menos a mí me lo parece, un aire nietzscheano de aceptación del destino y de la teoría del eterno retorno. Hay, además, en la novela un duelo dialéctico entre Ange, una joven de diecinueve años y estudiante aventajada de filología y Pie, conflictivo adolescente, disléxico y ensimismado, al que solo le interesan las matemáticas y los zepelines, y que, según su padre, sufre enormes problemas de comprensión lectora.

Ange, la voz narrativa en primera persona de esta historia, acepta convertirse en profesora particular de un peculiar alumno que la conducirá a establecer un duelo dialéctico creciente y arrebatador entre ambos, propiciado por la literatura o, mejor dicho, por la lectura de algunos libros como revulsivo y prodigioso cauce de entender su vida propia y la ajena. La literatura aquí representa, por tanto, un papel liminar, sin pretender ninguna redención, tan solo como hechizo y posibilidad de situarse en un contexto concreto que explora universos estéticos y morales, “con el placer que se experimenta leyéndolo”. Comentan a Stendhal, a Homero, a Kafka, a Dostoievski, a Flaubert, sonsacando lo que hay de revelador en las palabras más fascinantes de sus textos, como si el lenguaje se convirtiera en matemáticas, en una operación mental de infinita combinación, con la posibilidad de mudar lo leído en un resultado perdurable y de interés.

Mientras tanto, el padre, abominable y controlador, espía las clases impartidas por Ange a su hijo en una habitación contigua a través de un espejo sin azogue poniendo el contrapunto a una creciente empatía que se va avivando conforme alumno y profesora van comentando las obras de estos grandes autores de la literatura universal que devienen en cada clase con una originalidad pasmosa, como súbitas intuiciones de lo que representan determinados libros para cada uno de ellos, de compromiso con la vida, de errancia. En contraste con todas estas referencias literarias de Rojo y Negro, de La Ilíada y La Odisea o La metamorfosis, la vida cotidiana y los problemas mundanos de unos y otros actúan como ritual que no hace más que repetirse, de mantenerse con los pies en la tierra y las manos en el libro, dispuestos a seguir leyendo hasta convertirse en reincidentes.

Los aerostatos es una novela ágil y seductora, de diálogos vivos y jugosos en los que la literatura y la vida interactúan buscando convergencia. Nothomb concibe la literatura como semilla y fruto de recolección, de conocimiento y maneras de tomar en cuenta el poder vindicativo de los libros, de abrir los ojos y pestañear para ver lo que estos reflejan de lo que nos importa. Estamos ante un libro cuyo título es una metáfora. Un aerostato es una aeronave provista de uno o más recipientes llenos de un gas más ligero, es decir, de menor densidad que el aire, y que, gracias a ello, puede elevarse o permanecer inmóvil en el mismo. Los aerostatos de este libro incluyen globos y dirigibles de la vida que reflejan ese aire caliente y frío que suministra la armadura literaria, y llega a ser un libro en el que se subraya que “la literatura no es un arte para poner de acuerdo a la gente”.


Pero tal vez, en todo este paralelismo de vida y lectura que dilucida esta novela de iniciación, lo más verdadero y terrible de ella, como así refleja su desenlace, sea el poder perverso que tiene la literatura de agitar y examinar nuestros deseos, de ser bisagra que abre la puerta a lo inefable para vislumbrar la realidad y sus fantasmas. Los aerostatos es un libro muy entretenido que pone su reclamo en lo que la literatura y la vida tienen en común y es que ambas no se conciben sin conflictos.


miércoles, 22 de mayo de 2024

Aprender a vivir


Los libros del ensayista y filósofo Josep Maria Esquirol (Sant Joan de Mediona, Barcelona, 1962) poseen ese rango existencial y humano de lograr que nos percatemos de que el horizonte más importante que nos distingue a nuestra especie no se encuentra más allá, más lejos, sino más adentro. Y por eso mismo, sus ensayos y la filosofía que los impulsa inciden en el ámbito de la proximidad interior como perímetro necesario del pensar, de estar cerca de lo que importa, sin pretender ir muy lejos, sino un poco más hacia adentro de nosotros mismos y del entorno que nos conforma. Al fin y al cabo, aprender a vivir consiste en manejarnos con nuestro entorno y con nosotros mismos, saber estar al servicio del actuar y del orientarse. En ambos infinitivos, nos viene a decir, se conjuga, se concentra la vida, permanece su esencia.

En su nuevo libro, La escuela del alma (Acantilado, 2024), no se aparta de esa naturaleza expositiva. Para Esquirol, la escuela es un espacio que no tiene puertas, sino umbrales. En sus notas introductoras del libro da cuenta de esa percepción y reminiscencia: “Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide amparo. Hay escuela porque hay mundo. Y el mundo pide atención. Hay casa y hay escuela porque, en el amparo y en la atención, cada uno puede hacer camino y madurar, para dar fruto”. Se trata de una filosofía de enseñanza que busca cultivar el fomento de la curiosidad, la creatividad, el pensamiento crítico y la capacidad de esbozar respuestas, que busca “ayudar a alguien a conducirse, a orientarse”. En ese sentido, el libro es un manual ensayístico sobre lo que significa la formación y el proceso de maduración en el desarrollo de las personas. Tiene que ver, efectivamente, con el factor educativo y con el horizonte de lo que entendemos por lo más humano y que desborda los límites de lo que normalmente se entiende por aprendizaje y vinculación con las cosas, con los lugares y, sobre todo, con los demás.

Esquirol incide en que la escuela es el lugar apropiado “donde se cultiva el alma mediante la atención a las cosas del mundo”. Y por eso mismo, lo primero es atravesar su umbral. Es una tarea difícil, sostiene, en un mundo en el que todo tiende a ser lo mismo, a la homogeneidad. Para cruzar ese umbral hay que salir de algún lugar para encontrar, precisamente, un sitio diferente a todo lo que fuera parece idéntico, estereotipado. Si es una simple copia de lo general, no sirve, porque no se habría cruzado ese umbral. Y subraya: “El umbral es el límite que marca la diferencia. Sin umbral, todo sería igual, todo sería indistinto, todo sería lo mismo”. Sobre todo, destaca que en la llamada “escuela del alma” lo que se debe cultivar es la capacidad de recibir, de que te llegue algo valioso. Por eso es la atención el cauce necesario, que no es una técnica, es una actitud que produce una apertura que provoca que lo posible pueda llegar, que la perplejidad nos alcance.

Continúa su defensa sin apartarse de que una escuela no es una isla, ni se basta a sí misma, ni tampoco que su sentido principal sea reconducirnos, aunque sea fértil y generadora de conocimientos. La escuela, según él, es una cima, un lugar con sentido por sí mismo, un espacio nada “incompatible con que pueda ser, al mismo tiempo, un camino hacia la madurez”. La escuela, como impulsora de crear libertad, de dar posibilidad, de hacer pensar. En ella hay un sustento para ensanchar la propia experiencia, el reconocimiento de lo que importa y, en especial, el desarrollo del lenguaje: “Pero a veces conviene que nuestro hablar consista más en mostrar; más en describir que en explicar; más en prestar atención que en analizar”. La escuela del mundo se vincula a entender el mundo y nuestro entorno como encuentro y estímulo que aspiran al reencuentro.

Josep Maria Esquirol insta a pensar que la forma de educar tiene reflejo en la manera de vivir, de atendernos y de recuperar el sentido común, a mirar la vida con ojos atentos. Aunque el título de su libro remite a la escuela, las reflexiones del libro señalan el mundo, vinculan de continuo la escuela con la vida, porque la vida no deja de ser una gran maestra, quizás la mejor. Y a este mirar atento de la vida real, la lectura del libro hace su camino, recordándonos que: “La atención es la disposición que permite que algo bueno nos llegue, a modo de regalo”. También nos recuerda de la porción de soledad que nos constituye: "Ser alguien es estar solo, en cierto modo separado de cualquier totalidad". Además, solo en soledad miramos mejor, pensamos y nos topamos con esa esencia nuestra que el autor describe como "una hondura abierta y traspasada por experiencias infinitas" como antesala a lo que nos viene.


Josep Maria Esquirol plantea también en este estupendo compendio ensayístico que anima a un dilatado tiempo para la meditación, de forma muy inteligente, una salvedad necesaria: que en la escuela del alma no hay último día de curso, “porque allí los cursos no terminan nunca”. Y lo hace desde un texto en el que el lenguaje es el verdadero cauce donde todo el decir, todo el sentir, es posible: “Cuanta más lectura, más alguien. Y cuanta más lectura, más vinculación con el mundo”. Concluye el filósofo resaltando que “lo más increíble es precisamente lo más cercano”, y que los mejores cimientos de la educación, y quintaesencia de la vida, se encuentran en la claridad y la calidez de entender las cosas del mundo. Un libro que, como toda buena obra, sugiere más que explica.


miércoles, 15 de mayo de 2024

Reflejos y asomos


“La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas”, dice Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1922-1994) en una de las anotaciones de Prosas apátridas, ese libro fragmentario, tan lúcido y testimonial al que algunos lectores suyos hemos rendido culto y seguimos acudiendo a él con inusitado interés y la irremediable confianza de huéspedes libres y consentidos. En sus textos y estancias, Ribeyro despliega todo un observatorio de pensamientos que muestran las rendijas y pasadizos de sus conjeturas sobre por donde transitan la memoria, el olvido, la literatura, lo cotidiano, el paso del tiempo, la experiencia de vivir y, sobre todo, “momentos de absoluta soledad, en los cuales nos damos cuenta de que no somos más que un punto de vista, una mirada”.

Esta mirada ineludible a Prosas apátridas se hace necesaria tras la lectura de Dichos de Luder (La Caja Books, 2024), su sintonía literaria y relación consustancial son apreciables. Hay un sesgo común en ambos textos que refleja el perfil displicente y artístico de alguien capacitado para entrever asuntos propios y ajenos de la vida, las letras y la escritura, la enfermedad o el fracaso con tanta perplejidad y tino. Hay pautas sabias de la realidad en ambos libros no exentas de arrojo, curiosidad y desparpajo que los unen. Le importa a Ribeyro pensar y repensar la realidad, quizá en el sentido que decía Nabokov, como palabra que no quiere decir nada si no va entre comillas. Por eso mismo, considera que hay que tenerla en cuenta como bastión literario y verdad propia.

Entrando ya en las entrañas de Dichos de Luder, el libro se abre con una breve presentación del propio Ribeyro sobre Luder, un escritor ficticio y extravagante que vivió un buen período de su vida en el Barrio Latino de París, rodeado de “su espaciosa biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, escribiendo o escuchando música”. Pero señala también que Luder, de forma esporádica, rompía su monotonía al atardecer, recibiendo a unos pocos amigos, incluso a contados autores jóvenes con los que mantenía vívidas conversaciones que le reportaban jugosos momentos, “pues le permitían salir de su aislamiento y asomarse a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable”.

Tras esta introducción, en la que deja constancia de su interés por la figura de Luder y, sobre todo, sus ganas de publicar lo que fue recopilando de aquellos encuentros ocasionales, que vienen a conformar el fin último del libro, todo un muestrario, en cien textos breves, de los diálogos que Luder mantuvo con sus diferentes interlocutores, y que dieron pie a ocurrencias jocosas, réplicas ingeniosas, vislumbres y aforismos brillantes. Ribeyro quiso dar buena cuenta del valor literario de sus dichos, muchos de ellos cargados de ironía y sarcasmo, como este: “Se sueña solo en primera persona y en presente del indicativo –dice Luder–. A pesar de ello el soñador rara vez se ve en sus sueños. Es que no se puede ser mirada y al mismo tiempo objeto de la mirada”.

Luder es también un tipo algo cínico, sin apegos materiales, que se honra a él mismo al burlarse de las grandes ideas del mundo, pero posee un sesgo hedonista que no oculta, encontrando su placer en el vino, en la música y en los boleros, sin perder de vista a las mujeres. No sabemos mucho sobre sus gustos literarios, tan sólo conocemos que le gusta releer los libros de Kafka. No se encoge, ni se corta un pelo al afirmar que “Literatura es impostura, por algo riman”. Ribeyro utiliza a Luder como disfraz para ocultarse y lanzar sus dimes y diretes con libertad y descaro. Luder se muestra sin remilgos, como un personaje desaforado y nada engreído, pero con un torrente de agudezas que le valen al escritor peruano para proyectar, en buena medida, su parecido existencial y descreimiento.


En el estupendo epílogo del libro, a cargo de Jorge Coaguila, crítico y biógrafo de Ribeyro, encontramos más pistas de estos dichos, algunos de ellos, señala, son anotaciones tomadas de oídas de otros personajes, como el que señala: “es un escritor tan anticuado que cuando abres uno de sus libros todas las letras salen volando, como una nube de polillas”, que un día oyó al escritor chileno Jorge Edwards contando una anécdota del mismo Julio Cortázar. Pero la gran mayoría de estos dichos salen del pensamiento y la pluma de Ribeyro, disfrazada bajo la máscara de Luder.

En resumen, este es un libro tan inclasificable como jugoso, un conjunto de breverías, reflexiones y notas que condensan una manera de entender la vida y la literatura, y viceversa, un lugar de encuentro distinguible del gran Ribeyro de Prosas apátridas. En Dichos de Luder reconocemos dichos asomos y reflejos de su escritura sintética, irónica y sugerente. Un festín para la inteligencia.


jueves, 9 de mayo de 2024

La historia y el olvido


Personalmente, como lector, no soy un gran entusiasta de las novelas históricas, pero también es cierto que, en casi todas las novelas que más me gustan, hay una presencia más o menos visible de la Historia, se percibe la fuerza de su gravitación sobre las vidas de sus personajes. Hay novelas históricas que, ciertamente, acogen al lector, de manera arrolladora, en los pliegues de sus páginas. En ellas, la trama y las palabras que las promueven suenan verosímiles con sus hilos imaginativos marcados por ciertos estigmas de épocas pasadas que despiertan un interés inusitado, como si nos dijeran que sin las desgracias de nuestro tiempo pasado no seríamos lo que somos ahora. Qué es la historia sino unos renglones del tiempo que nos muestra las tensiones, abusos, silencios y enredos de un pasado que conforma el relato de una época.

Diría que la novela de Raúl Quinto (Cartagena, 1978), Martinete del rey sombra (Jekyll & Jill, 2023) me reconcilia con el género para satisfacción propia. El autor reconstruye un relato orientado a compartir con un lector, al que supone dotado de un determinado saber sobre el asunto histórico que ha elegido. Es, quizá, esa consideración la que prima su interés. El relato se elabora desde ese saber supuestamente compartido: por un lado, lo confirma y lo respeta al menos en grado suficiente para hacerlo activo en el texto (el lector reconoce lo que sabe hasta el momento del asunto); por otro lado, lo amplía, lo matiza y lo completa con nuevos datos, ignorados por el lector no especialista y que, por otra parte, resultan necesarios para explicar las situaciones y las conductas de los personajes que transitan por sus páginas. En ambas bifurcaciones, la novela de Quinto se desenvuelve con talento, con la intención de escribir una novela necesaria.

Por eso mismo, sin ocultarse tras la escritura, se obliga a tomar distancia de sí mismo para que su pulso verbal y su agudeza estética emprendan el relato, sin que el lector apenas note la presencia del autor. Ya, desde el propio título de la novela, quiere encender en el lector la curiosidad, mediante un enunciado que intriga y obliga a preguntarse qué significa martinete y a quién se refiere ese sobrenombre de rey sombra. El martinete es un cante seminal del flamenco. Se dice que surgió en las fraguas de Jerez, Cádiz y Triana (Sevilla), lugares en los que trabajaban gitanos andaluces. Allí empezaron a gestarse estos cantes acompañados con los sonidos de los golpes del metal de la fragua, a modo del martillo con el que trabaja el herrero. Las letras de estos cantes se caracterizan por tener un contexto triste, de pesadumbre y quejío, bajo un tono monocorde. En cuanto a la otra parte del título que alude al rey sombra, se refiere a Fernando VI, un monarca que ejerció un reinado de palacio, caza y celebraciones, entre las bambalinas de la corte y sus intrigas.

Raúl Quinto establece en su novela dos cauces narrativos con una misma conexión temporal e histórica. Por un lado, es el relato de la monarquía española de la primera parte del siglo XVIII bajo el reinado de Fernando VI, por el otro, es la recreación de una página negra olvidada, referida a la represión infligida contra los gitanos en 1749, conocida como La gran redada, por orden del todopoderoso Marqués de la Ensenada, dos hilos narrativos entrelazados que definen el despotismo borbónico, y que contravienen y oscurecen las luces del llamado siglo ilustrado: “Y la caza sigue siendo la caza. La limpieza, el deber. La noche larga del 30 de julio de 1749 se produjo la mayor redada contra la población gitana de toda la negra historia de los gitanos de Europa. El objetivo era la salud del reino, la desinfección y el exterminio”.

Martinete del rey sombra es un retrato fidedigno y colorista de la época y su contrapunto. Quinto, además, nos acerca al tapiz de los jardines y salas de recepciones de Aranjuez, a los entresijos de palacio, desmenuzando sus prácticas, traiciones e intrigas, así como sus lujos, ritos y despachos de Estado del antiguo régimen, mediante una prosa persuasiva, bien tamizada y concisa en descripciones: “El palacio es un sistema vivo de pasillos, despachos y murmuraciones. La Corte, dijimos, es una prótesis del rey, los anillos de un dios planeta atrapados por la gravedad de su cetro... Un universo fernandocéntrico y excesivo”. Y desde ese firmamento, el autor nos muestra los satélites y las estrellas fugaces que giran alrededor del rey: su mujer, la hedonista Bárbara de Braganza, el astuto Marqués de la Ensenada, el malogrado rey Luis o la infortunada María Luisa de Saboya. Y a todos ellos se suma un extenso elenco de cortesanos que incluye ministros, cantantes, clérigos, diplomáticos, artistas e ilustrados.

La parte de la novela dedicada a la persecución de los gitanos, al desamparo de estos y a sus vivencias desde la noche de la detención hasta la amnistía concedida dieciocho años después, se vuelca en trazar un mapa de la historia de esta etnia perseguida, cuyo exilio viene ya de lejos y parece interminable. Siendo esta una parte tan crucial del libro, sin embargo, considero que se echa en falta una trama narrativa más incisiva que relate desde dentro la agitación singular de algún personaje que, de primera mano, ponga voz propia a lo vivido en aquel genocidio convulso e infame. Bien es verdad que, para tal fin, el narrador lo suple tomando en consideración varios casos concretos para describir los padecimientos de algunas personas en distintos puntos de la geografía española, pero, en ocasiones, la voz del narrador se impone en exceso sobre la interpretación de la realidad. Aun así, el pulso narrativo nunca decae, se sostiene con destreza, buen ritmo y gusto.

En definitiva, esta novela de Raúl Quinto es un claro ejemplo de que la creación literaria es una creación histórica y, a su vez, un testimonio de la historia. En verdad, su libro se presenta como una vía de encuentro con la propia historia, una apuesta arriesgada, sí, pero es ahí donde radica su valía, sobre todo, gracias a su extraordinario artificio narrativo, su latido verbal y su energía estética. Un disfrute, vaya.