Empezar
el año leyendo o releyendo a Baroja (San Sebastián, 1872 –
Madrid, 1956) es rescatar a este apasionado individualista, ácrata y
cascarrabias; es recuperar el ayer de un agnóstico que habla en
presente y que retrata tan bien a los protagonistas de su tiempo como
se puede ver en el bosque animado de Semblanzas, un
texto editado en el entrañable sello barojiano Caro Raggio y
prologado por Francisco Fuster, donde se recopila un buen
número representativo de aquellas biografías literarias, en formato
breve, trazadas a lo largo de la vida del novelista vasco. Estas
semblanzas han sido extraídas de algunas obras de Baroja, en
especial de los ocho tomos de sus memorias y de uno de los libros más
celebrados por los críticos: Juventud, egolatría.
Entre
los primeros personajes de esta antología destacan Azorín y
Ortega, dos grandes excepciones del elenco de prosistas y
novelistas que el escritor donostiarra detestaba en su época, como
podemos constatar en los retratos demoledores que traza sobre
Unamuno y Blasco Ibáñez. Había tenido amistad con
Valle-Inclán, aunque discutían mucho sobre literatura. Una
de sus frases favoritas del autor de El árbol de la ciencia
para opinar de algunos de los personajes que desfilan por estas
Semblanzas era: “Es una lata”, según nos cuenta
Julio Caro Baroja en su memorable libro, Los Barojas.
En
el orden estético, Baroja,
de joven, había pagado tributo al Arte. La pintura le había
entusiasmado y, desde 1899, fecha de su primera estancia en París, le
eran familiares los impresionistas. Pero cuando habla de otros
artistas da rienda suelta a sus afinidades y antipatías, algo
natural en el vasco, que nunca tuvo odio a nadie. En su madurez Pío
Baroja no tenía más que
un amigo artista, Juan
Echevarría, pintor
bilbaíno, para quien posó una y otra vez. Pero Echevarría
murió pronto y así terminó otra posibilidad de trato social. Baroja se relacionaba casi con más gente en Vera que en Madrid. A veces Ortega
llegaba para llevárselo con él unos días y así sacarlo del hogar donde permanecía adosado días y noches.
De
Solana
rechazaba su cuquería e ingratitud y criticaba el retrato que éste
hizo de Unamuno
por su falta de autenticidad. Decía que su pintura parecía un poco
pastiche. Baroja
no estaba contento con casi nada: ni con la política, ni con la literatura,
ni con el arte, ni tampoco con las costumbres de la gente. Pensaba en el pasado y en
el porvenir. Su carrera de médico, también, había sido un fracaso, sin embargo de los veintiocho a los cuarenta y dos años (de 1900 a
1914) fue el período más fructífero de toda su carrera literaria.
Lo
más extraño en Baroja
es que también como articulista engancha del mismo modo que lo hace con su narrativa. Estos aguafuertes literarios son prueba de ello. En Semblanzas
aparece el trazo duro, firme y sobrio suyo, enemigo de la retórica
y de todo artificio que, para bien de los que nos sentimos
barojianos, sigue latiendo, como se comprueba sobradamente en esta
interesantísima recopilación de retratos de artistas y literatos de
aquella España tan convulsa que le tocó vivir.
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