No
soy tan categórico para afirmar, como hace Leila Guerriero,
que todo lo que publica La bestia equilátera hay que leerlo,
pero ya llevo algunos libros leídos, publicados en este sello, que
corroboran el tino literario y singular de esta cualificada editorial
independiente argentina.
Ayer
por la tarde finalicé la lectura de La soledad del lector,
de David Markson (Albany, New York, 1927 – Greenwich
Village, New York, 2010), un libro extraño y experimental, repleto
de controversias y perplejidades. Llegué a su encuentro siguiendo la
recomendación que Vila-Matas hacía en su blog, un señuelo
determinante para enfrentarme a un texto tan dispar y metaliterario,
esa veta que tanto gusta al escritor barcelonés y, en mí, tanta
curiosidad concita.
David
Markson, después de llevarse más de media vida escribiendo
literatura experimental, acabó sus días convertido en una de esas
paradojas tan frecuentes en sus libros. Le gustaba bromear sobre su
condición de escritor, él mismo se tachaba de “autor que debe su
fama a que es un desconocido”. Fue un hombre fascinado por las
muertes de artistas consagrados. Murió a los 82 años, en un rincón
bohemio de la ciudad de los rascacielos en donde consumó borracheras
memorables acompañado de Dylan Thomas y Jack Kerouac.
La
escritura de Markson es laberíntica y erudita, dirigida a
lectores exigentes, aun así, sus fieles le han aupado a la escena
literaria como un escritor egregio y fragmentario, amante de la cita
y el aforismo. De hecho, su obra es todo un compendio de citas
célebres que suplantan a la trama y a los personajes de su
narrativa. Muchos detalles biográficos sobre grandes artistas
transitan por La soledad del lector, el número es
elevadísimo, tantos como antisemitas y suicidas.
De
La soledad del lector se ha dicho que es una novela
indirecta, de crónicas y datos, pero que no cuenta nada, aunque
intrínsecamente tiene una trama discontinua, que avanza entre los
interrogantes que propician el Lector y el Protagonista,
los personajes mayúsculos del texto. Por tanto, la mínima trama
narrativa se sustenta en: el Narrador que se mete en los
recuerdos y experiencias del Lector para tejer la trama; el
Lector, tan próximo al autor, empeñado en escribir una
novela; y el Protagonista, personaje en constante formación
que comparte las vivencias del autor. Todo este engranaje, de
aparentes voces sueltas, conecta con este cuaderno del lector en el
que se juntan citas, anécdotas y suposiciones elocuentes que avanzan
deliberadamente por las páginas a trompicones, a modo de juego para
desconcierto y estímulo del lector, al no saber hacia dónde conduce
el asunto y, mientras tanto, como aconseja Montaigne,
disfrutar del trayecto.
A
Markson le encanta acumular frases hasta imaginar una estética
y un lugar adecuado para ellas. De esto va y viene La soledad del
lector: de anécdotas breves de artistas y pensadores, de
lista de nombres propios interminables. Los lectores somos seres
solitarios en busca de compañía, y este libro, a pesar de su
formato de no-novela, consuela e interroga, tanto sobre la inutilidad
como la importancia de la literatura en nuestras vidas.
Reseñar
un libro fuera de toda etiqueta como éste, no es que sea arriesgado,
es atípico, porque desmenuzar un texto que ya lo está, es una tarea
extraña e incierta. He esbozado en líneas anteriores lo que La
soledad del lector esconde, y no es gato encerrado, sino un
rompecabezas literario con el suficiente sentido del humor capaz de
entretener al lector o desquiciarlo, dos opciones aptas para
atrevidos y cautos.
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