En
1932, Federico García Lorca pronunció una conferencia en el
Hotel Ritz de Barcelona sobre su obra maestra Poeta en Nueva
York en la que destacaba la impronta de la metrópolis
americana con estas palabras: “Los
dos elementos que el viajero capta en la gran ciudad son:
arquitectura extrahumana y ritmo furioso. Geometría y angustia”.
Después de casi un siglo, hoy día es difícil aún resistirse al
encanto que ejerce la ciudad de Nueva York, símbolo de la modernidad
y del capitalismo occidental; por eso es fácil comprender la
extraordinaria atracción y fascinación que su arquitectura vertical
debe haber creado no sólo en el visitante español de principios del
siglo XX, acostumbrado a un espacio urbano menos puntiagudo, sino
también en los que en estos inicios del milenio nos hemos acercado a
La Gran Manzana: la ciudad que nunca duerme. La impresión de su
grandiosidad e importancia llama la atención del emigrante, del
turista sencillo, del recien casado, pero también despierta el
interés de escritores y artistas que ven en la geometría atrevida
de la ciudad y su ambiente una fuente inagotable para sus creaciones.
Tampoco parece inmune al hechizo de la metrópolis el poeta y su
poesía. Poetas de la estirpe de Lorca,
Rubén Darío,
Juan Ramón Jiménez,
Pedro Salinas
o José Hierro
testimoniaron con su lírica el alma de los barrios neoyorquinos y
cantaron en endecasílabos a sus rascacielos infinitos.
La
última crónica poética editada en España sobre la ciudad de los
rascacielos viene acompañada del Premio Nacional de
Poesía, un galardón
prestigioso que en esta ocasión ha recaído en el veterano poeta
andaluz Antonio Hernández
(Arcos de la Frontera, Cádiz, 1943) por su poemario Nueva
York después de muerto (Calambur,
2013), que ya obtuvo este año el Premio Nacional de la
Crítica. Hernández
se redime de una promesa
que hizo en 1992 a su amigo y maestro Luis
Rosales en su lecho de
muerte. El poeta granadino, Premio Miguel de Cervantes, quería
hablar del exilio, del problema de la gran ciudad, de la lucha de
clases y de razas. Nueva York era su objetivo poético como
continuidad al espíritu creado anteriormente por Federico,
pero la enfermedad pudo con sus anhelos y aquel empeño imaginado lo
recoge como compromiso el propio Antonio.
En
Nueva York después de muerto
hay tres protagonistas: Lorca,
Rosales
y A.Hernández.
En este libro trinitario abunda el coloquio y una filosofía en su
ejecución que aspira a la poesía total, un intento de
interrelacionar los diferentes géneros: poesía, narrativa, teatro y
crónica periodística. La verdad es que, en esta apuesta arriesgada
y comprometida, Antonio
Hernández ha estado a la
altura y exigencia de la obra proyectada, desde el arranque vindicativo, hasta su final conmovedor.
Antonio Hernández |
Así
comienza el poema:
Luis
Rosales Camacho
nació
en una calle, Libreros,
tan
pequeña que iba a dar clases por la noche.
Federico
García Lorca sigue naciendo,
sigue
naciendo para siempre como un río.
En
Federico quisieron asesinar
lo
que es coraza contra la muerte. A Rosales
pretendieron
hacerlo cómplice
del
crimen.
Y
así concluye:
Abrió
un ojo sonriente, como
quien
no quiere tratos con el luto.
Y
al volver a cerrarlo presentimos,
unificados
por la voz del alma,
que
algo acababa de estrenarse
arriba,
en las estrellas.
Antonio
Hernández ha escrito una
de las obras más potente de su producción lírica, donde no
renuncia a sumar ironía y sentimiento, un extenso poema estructurado
en tres partes que atraviesa la ciudad de Nueva York evocando el
espíritu de Lorca
y rinde homenaje a la conciencia ética del maestro ausente, Rosales.
En síntesis: Nueva York después de muerto es
un libro memorable, toda una promesa cumplida de manera
sobresaliente por un poeta curtido y de reconocida trayectoria literaria.
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