Jesús Huerta
La
literatura exigente no es sinónimo de barroquismo. Tampoco de
alambicados juegos conceptuales que, muchas veces, pueden esconder,
bajo una supuesta pátina intelectual, una carencia discursiva de
ideas o de diseño narrativo. Muy al contrario, aún es posible
encontrar autores que, desde una humildad y frescura apabullante,
puedan sorprendernos con sus propuestas literarias; autores que
abordan los problemas fundamentales (y a la vez complejos por su
inmutable obviedad originaria) del ser humano: el sentido de la
existencia concreta o la cuestión de cómo se ubica el individuo en
el mundo circundante.
Examen Final
(Trifolium, 2014), de José María Pérez Álvarez
(O Barco de Valdeorras, Ourense, 1952), es una obra propicia para los
amantes de esa literatura exigente. Pérez Álvarez
avanza con este libro la segunda entrega de una trilogía que
empezara con La soledad de las vocales
(2008), galardonada con el III Premio Bruguera de Novela, y que
culminará con la aún inédita, pese a estar ya escrita, Proceso
de descomposición, un
titúlo que se convierte previamente en ficción al aparecer en
Examen Final
representando el trabajo literario estancado del protagonista de la
misma: un escritor fracasado.
Decir
que Examen Final
encierra un drama existencial de salida abierta, o que presenta a un
personaje-tipo de “perdedor” en la figura de un escritor venido a
menos, es decir mucho y, a la vez, decir poco. Si añadimos que la
obra es la expresión de un proceso aceptado de deterioro personal
que lleva al escritor protagonista desde la pérdida del
recococimiento social hasta las puertas de la autodestrucción vital,
tampoco es decirlo todo. Porque Examen Final
es algo más.
Detrás
de la figura de un hombre alcoholizado, que es abandonado por su
mujer tras un deterioro insoportable de convivencia, que vive al
margen de unos hijos que ya han crecido y viven lejos, y que está
desengañado del que antaño fue su mundo: un mundo editorial que le
fuerza a “escribir como todos” para mantener el número de
lectores exigido por las reglas del mercado, se esconde una obra
sobre el coste de la coherencia personal, sobre el conflicto entre el
individuo y la masa aplastante de la sociedad actual, y sobre el
drama de situarse al margen de las reglas de la mayoría. “Uno es
prescindible para todo el mundo”, llega a decir su protagonista en
una frase que podría resumir el valor del individuo frente al poder
en abstracto cuando no se adapta a las reglas de la estandarización.
Por
eso, la literatura como dolor –“tal vez escribir sea sentir el
dolor de estar vivo”–, se convierte en la metáfora personal de
un hombre que no sabe escribir para los demás, sino para expresar,
infructuosamente, un mundo personal inmerso en la perplejidad. A la
vez que asistimos a la progresiva ruptura de los vínculos del
personaje con el exterior mediante sucesivas fases de desprendimiento
y desconexión, el personaje llega a sentir su aislamiento como un
Robinson consciente de sus circunstancias: “cuando nadie pregunta
por ti ya estás muerto”. Pudiera temerse que, con estos mimbres,
una novela tan triste se convirtiera en un drama lacrimógeno
difícilmente soportable y, sin embargo, nada es más lejano de la
realidad, porque la deriva del protagonista es tratada por el autor
con tal sutileza y levedad, que la dota de un equilibrio muy
atractivo, recordando el distanciamiento inteligente, la irrelevancia
y relatividad existencial, incluso la humildad, con que dotaron a su
obra genios de la talla de Robert Walser o Franz Kafka.
Ello
nos lleva a los aciertos formales y estilísticos de esta obra, de
una originalidad tan bien pensada que se convierte en clave para
hacerla digerible y mostrar con maravillosa desnudez el que, a mi
juicio, es el objetivo principal del autor: plantear los riesgos de
ser consecuente en sociedad hasta el último extremo y la encrucijada
de la vida cuando la existencia de un hombre perdido en un mundo
incomprensible se contrapone con su entorno. Es la paradoja no
resuelta entre la soledad innata de cada individuo y su, no menos
irrenunciable, inclinación social y necesidad de alteridad.
Formalmente,
estamos ante una obra corta, de 136 páginas, escrita en segunda
persona, que es la voz propia en la que los locos hablan consigo
mismo. De esta manera, el autor interpela permanentemente al lector
como si formase parte de la realidad descrita, viéndose compelido a
tomar partido. La novela se estructura en dos partes, que realmente
no tienen más diferencia que el hecho de donde reside el autor en
cada una de ellas. En la primera, el protagonista aún vive con su
mujer en el domicilio conyugal. En la segunda ya se ha producido la
ruptura y el protagonista vive en una pensión de mala muerte. La
obra está impregnada de otra dualidad estilística que permite hacer
llevadera al lector la historia que se cuenta: está transida en todo
momento de un delicado equilibrio de pesimismo y humor. El hallazgo
más sorprendente y original de la obra es, en mi humilde opinión,
el abundante y, sin embargo, ponderado, uso de reiteraciones y leit
motiv, que ayudan a comprender el pensamiento circular, a veces
delirante, e influido por el alcohol, del protagonista de la novela.
Aparecen, como en un mosaico disparatado, la obsesión de tirarse por
el balcón para estrellarse contra un Audi rojo, un extraño
“dolorcito” en el costado (trasunto del dolor de una vida que no
es más que literatura), la absurda rebeldía de quitarle la H a los
nombres que la contienen, las llamadas de broma al teléfono de una
funeraria o su colección de recortes de prensa de suicidas anónimos.
José
María Pérez Álvarez logra con esta novela una obra redonda,
con una prosodia plena de ritmo y compás. El radicalismo implacable de
su texto no le impide, en última instancia, reírse de sí mismo.
Dicen que las personas capaces de esto último muestran síntomas
definitorios de inteligencia. Ese derroche de inteligencia es el que
permite al lector afrontar con deleite y tranquilidad este novedoso
Examen Final.