Contaba
Jaime Salinas, editor
reputado y concienzudo como pocos, en el libro de conversaciones con
el periodista Juan Cruz,
El oficio de editor
(2013), que uno de los grandes problemas de siempre que ha tenido la
edición en general es el papel del traductor, absolutamente
ninguneado, por lo que es imprescindible darle siempre su
protagonismo y consideración merecida. Su compromiso con este gremio
llegó hasta el extremo, no solo de darle visibilidad poniendo en la
portada de los libros que editaba en Alfaguara el nombre del
traductor, lo que pudo contribuir, según él, a que los traductores
se convirtieran en cómplices de la obra, sino que logró que el
traductor cobrara derechos de autor, antes de ser reconocidos por
ley. Más allá de estas consideraciones, reconocía el viejo editor
que la verdadera traducción literaria es una labor impagable, sobre
todo, porque es una función literaria de amor y vocación.
Javier Calvo
(Barcelona, 1973), escritor y prolífico traductor de literatura en
lengua inglesa, viene a desarrollar en su último libro El
fantasma en el libro (Seix
Barral, 2016) lo que Salinas
apuntaba, y a afirmar que todavía persisten lastres de antaño y
otros nuevos, añadidos por la era de internet y las nuevas
tecnologías, que desafían constantemente a este oficio y que le
obligan a seguir en alerta. Son ya muchos en el mundo editorial y
también entre los lectores los que asumen la importancia crucial que
la traducción literaria tiene en el campo de la cultura y en el
universo específico de la literatura. Somos conscientes, y en eso
coincidimos con el autor, que el daño que se le haga irá en
detrimento de todos.
En
este oficio invisible, tan necesario para que la cultura, la ciencia
y las religiones se propagaran, hay todo un recorrido histórico que
no debemos de olvidar. No habría habido Biblia si no hubieran
existido hombres aventureros y entusiastas que fueran a otras tierras
a aprender hebreo para poder traducir aquellas escrituras. En España,
por ejemplo, Moratín
en el siglo XVIII, entusiasta de Shakespeare,
se traslada a Inglaterra para aprender inglés y versionar después
las obras del gran dramaturgo británico, eso sí, dando pie a
traducciones transgresoras, como por ejemplo, pasar de las veinte
escenas originales de Hamlet
a nada menos que ochenta y siete. Curiosamente, entre los dos tipos
de traducciones: la literal, más ajustada y estricta al original, y
la libre, corresponde a esta última la que más licencias permitió
a grandes autores que alternaron la creación con la traducción,
como Borges o
Nabokov, recrear
obras universales que, a la postre, así llegaron a manos del lector
y así conformaron su inolvidable lectura para siempre. Aunque, como
deja claro el autor del libro, a
los traductores nos está vedada la interpretación.
El fantasma en el
libro es un ensayo lúcido
y nada académico en torno a uno de los oficios más ocultos e
imprescindibles en la actualidad: la traducción, a no ser que el
lector hable siete idiomas, como se presume que lo hacía Colón.
El libro reivindica sin alharacas, en un discurso coherente y
documentado, tocar la conciencia de propios y extraños sobre la
dimensión e importancia del quehacer de los que ejercen este oficio,
incluso referido a adquirir un protagonismo mayor en la edición.
Reconoce Calvo que en
las últimas décadas la traducción literaria ha recuperado el
espacio perdido, no solo en el terreno de la censura, sino en
aspectos formales de independencia a la hora de ejercer su labor
artística como proveedor de servicios. La ley de 1987 de Propiedad
Intelectual determinó que los traductores son autores y reguló en
gran medida las relaciones entre estos y los editores.
Javier Calvo
firma un libro ligero, ameno e interesante, nada retórico y muy
accesible al lector común, divido en dos partes bien diferenciadas:
Ayer
compuesto por tres capítulos y Hoy
y mañana por dos. Se
corresponde con dos épocas: el pasado, que habla de la importancia
cultural del traductor estudiando su evolución histórica y el
ahora, que transcurre por los problemas de la traducción literaria
en el contexto global de la actualidad cambiante de un oficio
desplazado, casi sin remedio, hacia un tipo de traductor más técnico
que literato, algo a lo que el autor del libro se resiste. El buen
traductor, según él, reconstruye el estilo y el registro del
original, porque su trabajo exige la misma competencia y argucia que
la escritura literaria. Somos
camaleones paradójicos
–subraya–. Para
desaparecer de
la página, tenemos que llenarla.
El fantasma en el
libro es un estupendo
trabajo literario, un ensayo bien armado, en un lenguaje claro y
honesto, que da visibilidad al oficio de la traducción, sacándolo
de su escondrijo histórico y de su trastienda laboral, para
mostrarlo, sin dogmatismos, a un público amplio y ávido de
curiosidad.
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