martes, 29 de noviembre de 2016

Adicción al vértigo

En Ávidas pretensiones (2014), una divertida novela de Fernando Aramburu, hay un episodio en el que uno de los personajes, poeta atrabiliario, para más señas, trata de poner la verdadera distancia entre la poesía y la novela con la siguiente argumentación: “Para que el poema obre un efecto poético es indispensable que el lector lo asuma como propio. Si no, no funciona. Ocurre al revés que con las novelas. En ellas el lector puede a lo sumo identificarse con las figuras de ficción, en modo alguno asumir directamente la experiencia de estas. Te puedes reír de don Quijote, pero nunca serás el manchego que sale al campo de aquella época lejana vestido con unas latas de caballero andante. O puedes apenarte de Anna Karenina cuando se tira al tren, pero en todos los casos eres el espectador de una historia, conmovido o no, ese es otro asunto”.

Pero, ¿qué ocurre cuando el lector tiene entre sus manos una historia introspectiva, una narración poética de alguien que expone su propia biografía para sacudirse de aquello que lo abrasa y ahoga? Quizá ya no baste apenarte, como lo hiciste con la heroína rusa, ni tampoco compadecerte, como sobrellevaste las desventuras del caballero andante. Los artistas (Ediciones Baile del Sol, 2011) del poeta Javier Cánaves (Palma de Mallorca, 1973) es una novela sentimental y existencialista, con mucha carga lírica, que rompe en buena medida esa línea determinante que postula el personaje de la novela citada del escritor donostiarra.

En esa intersección, Julio Cantallops, el protagonista de la historia de Cánaves, explora la trastienda de sus vicisitudes: necesidad de huida, apagones creativos, malestar o fracasos amorosos... La voz del narrador en segunda persona, opresiva y propensa al recuerdo le interpela incesantemente sobre su inconsistencia artística, a pesar de haber conseguido algunos premios en varios certámenes literarios, pero también se invoca permanentemente al lector, no solo como confidente, sino como si fuera miembro de un jurado popular que examinara un caso.

A veces ocurre que llegar tarde a la lectura de un libro publicado hace tiempo y enlazar la reseña de dicho libro con una cita, escrita con posterioridad, para engarzarla en la misma, pudiera parecer un contratiempo, pero el azar propicia caprichosamente estos hallazgos que favorecen inopinadamente la perspectiva de lo que uno desea expresar sobre lo último que acaba de leer, especialmente, cuando obtiene suficientes réditos del mismo. El resultado para el lector no es otro que verse involucrado activamente en la encrucijada vital que propone el artista. En esta ocasión, Cánaves lo logra gracias a su prosa poética y al despliegue que hace de voces narrativas que vivifican la historia de su personaje, un ser apesadumbrado que no cesa de cuestionar el sentido de su existencia y la valía de su obra.

Hay capítulos, los más breves, narrados en primera persona por boca de Samantha Roten, una de las mujeres que Cantallops conoce en uno de los bares de copas que frecuenta. Los otros capítulos, trazados en forma de diario, sostienen al personaje en un estado de vigilia sobre la situación crítica que atraviesa su autoestima creativa. Aparecen también varios artículos que el personaje ha publicado en el periódico local, así como algún poema. Toda esta cadena de recursos literarios parecen anunciarnos un desenlace que invita a pensar hasta dónde será capaz el protagonista de aguantar y si resarcirá su incompleta trayectoria o asumirá directamente su propio descrédito.

Javier Cánaves ha escrito una historia que no se asienta en la impostura del mundo artístico, y eso no quita para que aparezca alguna mácula de artificiosidad en algunas opiniones de sus protagonistas. Pero debemos disculparla, habida cuenta de que son expresadas cuando el alcohol se hace dueño del desencanto que ellos mismos se brindan, y el autor no repara en evitarlo, dejando actuar como cree que debería hacerlo cada personaje cuando interviene.


Los artistas es un libro breve, lírico e intenso, una estupenda novela que tiene puestas las bisagras narrativas en la autoficción y sus goznes literarios en la difícil tarea de la creación artística y su reconocimiento. La adicción a ese vértigo conlleva incluso quemarse gozosamente.

martes, 22 de noviembre de 2016

Derrumbe y crispación

Es extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos entrecerrados, los oídos entorpecidos y hasta los pensamientos aletargados, escribe Joseph Conrad en su novela Lord Jim. Cuando las cosas han sucedido de una cierta manera nos convencemos de que tenían que suceder así, y entonces comprobamos que lo que dejó escrito el novelista polaco recobra vigencia en cualquier época y circunstancia adversa de la vida.

Todo cambia muy rápido y muy poco tiempo después ya nadie recuerda cómo eran antes las cosas y, por lo tanto, cree que han sido siempre así y que por sí solas se mantendrían invariables. En tiempos de abundancia nada importó demasiado mientras hubo dinero. Nada importaba de verdad. Podíamos estar gobernados por incompetentes o por ladrones –subraya Muñoz Molina en su incisivo libro Todo lo que era sólido (2013)–, o por ignorantes o por gente que reunía los tres atributos a la vez: por mal que lo hicieran los gobernantes, la economía prosperaba empujada por el doble espejismo del dinero barato y de la burbuja inmobiliaria. El dinero parecía caer de los árboles, hasta que llegó el vendaval financiero y quebró todas sus ramas.

Muchos libros se han escrito sobre la crisis financiera de esta última década e, incluso, se habla de novelas de la crisis, un fenómeno surgido durante este período de derrumbe económico que a tantos españoles arrojó al paro y a la desesperación. Escritores veteranos como Pedro Ugarte con El país del dinero (2012) o el desaparecido Rafael Chirbes con su novela En la orilla (2013) lo contaron con maestría desde el simbolismo de la antorcha del bienestar social que aparentemente imperaba y su reverso inseparable: la codicia que todo lo convertiría en fatalidad y abismo. Pero también escribieron del asunto autores jóvenes como Isaac Rosa en La mano invisible (2011), Pablo Gutiérrez en Democracia (2012) o Elvira Navarro en La trabajadora (2014), tres novelas fijadas deliberadamente sobre el eje de la debacle económica, la misma que desencadenaría la precariedad laboral y el desencanto social que aún perdura.

Ahora que se oye en algunos medios que lo malo ya pasó, y que la recuperación económica se deja ver, aparece Asamblea ordinaria (Libros del Asteroide, 2016), de Julio Fajardo Herrero (Tenerife, 1979), una novela que viene a proyectar las derivaciones y los efectos que todavía persisten, provenientes de esa realidad ya mencionada por las anteriores obras, eligiendo para ello la profundidad de los aprietos económicos que acucian la vida de sus personajes. Al escritor canario le basta poner ante el lector tres historias independientes, en tres grandes ciudades, capitalizadas por unos seres lastrados por la inconsistencia de sus vidas laborales, para mostrarnos las consecuencias afectivas, familiares y morales derivadas de la precariedad económica y social por la que atraviesan todos ellos en las diferentes geografías que habitan. Para conseguirlo, el autor se ampara en un recurso técnico audaz e imaginativo que sorprende al lector en los primeros capítulos. Cada uno de ellos alterna con una de las historias sin ninguna indicación explícita para el lector. Los treinta y seis episodios que conforman la obra se van dando paso unos a otros constantemente sin dar un respiro al lector. Todo parece articulado desde un artificio controlado y medido. Quizás este deliberado contrapunto impuesto al lector al tener que dejar una voz narrativa para entrar en otra en pocas páginas, exija al principio más atención de la cuenta. Después uno se acostumbra y supera esta pequeña dificultad. Las tres historias no guardan relación unas con otras, incluso están narradas en las tres voces literarias posibles, solo les unen la polaridad del contexto social común y todas convergen en el mismo marco temporal, aunque en puntos distantes, todo calculado para mostrar que lo que sucede en cada lugar es un problema colectivo que se repite en cualquier punto del mapa.

La primera de ellas está contada en primera persona y narra la historia de una mujer casada con un hombre en paro, sin cualificación laboral, que encuentra un afán liberador en los círculos de los nuevos partidos emergentes para justificar su existencia anodina y el fracaso estrepitoso de su vida en pareja. La segunda, escrita en segunda persona, versa sobre la fascinación que a un informático ingenuo y ambicioso le produce su jefe, un joven cercano y divertido, que irá aminorándose al tiempo que lo hacen sus condiciones salariales. La última de ellas, narrada en tercera persona, trata sobre un joven desempleado al que las circunstancias le obligan a instalarse en la casa de una tía suya, viuda, para sortear la penuria del momento.

Esta segunda novela de Fajardo aúpa su corta trayectoria literaria. Conviene, por tanto, no perderle de vista. Son muchos detalles valiosos los que el tinerfeño despliega en esta entrega: su tono narrativo es uno de sus logros, su estructura singular, su lenguaje conciso y claro también conforma un sumatorio destacable que prueba su valía y todos ellos constatan la importancia que tiene siempre la argucia formal a la hora de contar una historia, o tres en una, como es el caso que nos ocupa, para involucrar al lector en el interés por la aventura que se le ofrece.

Asamblea ordinaria es por todo ello una novela meritoria, un relato eficaz sobre la cruda realidad del momento económico que atraviesa la sociedad española, filtrada a través de una prosa depurada e incisiva que lleva al lector a palpar la conciencia de los seres que la habitan, personajes anónimos que declaran su malestar y crispación social en nombre de toda esa ingente cantidad de ciudadanos silenciosos, inmersos en igual derrumbe y precariedad.


miércoles, 16 de noviembre de 2016

Españoles en la URSS

El triunfo en octubre de 1917 de la revolución bolchevique en Rusia, liderado por Lenin y Trotski, creó un nuevo tipo de Estado, un régimen de repúblicas soviéticas que no solo cambiaría rotundamente el orden político y social de la nación más extensa y diseminada del continente europeo, sino que desataría recelo e interés máximos en el resto de los países del viejo continente, así como en muchos viajeros que no dejaron pasar la oportunidad de pisar tierras rusas para comprobarlo y, después, contarlo.

El próximo año, por tanto, se cumplirá el primer centenario de aquel trascendental acontecimiento histórico. El libro que acaba de publicar recientemente el sello Fórcola en su colección Periplos, El espejo blanco, del escritor e historiador Andreu Navarra (Barcelona, 1981) es un anticipo audaz a lo que se espera en fechas venideras: un aluvión editorial en los escaparates de las librerías en torno a la revolución bolchevique.

El libro de Navarra, en todo caso, propone un examen exhaustivo sobre el interés desatado por la revolución rusa en las esferas políticas e intelectuales españolas de aquel entonces, a través de la opinión de ilustres y distinguidos viajeros que se acercaron al territorio soviético para comprobar, in situ, el alcance de la revolución que llevaron a cabo sus líderes en las instituciones, el ejército y la policía, así como también, los excesos que la misma derivó sobre el resto de sus habitantes.

La influencia de la iconografía soviética en el imaginario colectivo de la izquierda española tiene su lado benevolente. Situadas a uno y otro extremo del continente europeo, Rusia y España, tan distintas entre sí, históricamente se han dispensado mutua simpatía. Desde el siglo XVI iniciaron relaciones comerciales, y, en el siglo XIX, llevaron a cabo numerosos contactos e intercambios culturales que se acrecentaron tras la revolución de 1917 y mucho más durante el período de la II República española. Bien es cierto que hubo viajeros e intelectuales de izquierdas españoles que tuvieron información de primera mano, mantuvieron lazos fraternales con la Unión Soviética e intentaron difundir su cultura en nuestro país.

En esta monografía, dividida en siete capítulos bien delimitados, tras una elocuente introducción para situarnos en el propósito del texto, el historiador barcelonés indaga en las diferentes razones de la extensa lista de viajeros que vieron, desde sus diferentes convicciones personales, lo que sucedía con aquel detonante revolucionario que a muchos de ellos les pareció urgente y necesario, habida cuenta del “contexto de ruina y agotamiento extremos” dejado por el mal gobierno zarista, pero a otros, pese a ello, lo que vieron les resultó un atropello cruel y contradictorio, impropio de un verdadero ideal comunista: el sometimiento feroz de sus habitantes a los designios del partido.

A Moscú, nos cuenta Navarra, llegó el novelista Juan Valera a curiosear el costumbrismo ruso, Francesc Maciá fue en busca de apoyo financiero a su movimiento revolucionario separatista, el republicano Luis Morote se desplazó con ojo crítico y habló en su libro de viajes de la situación rusa desde su óptica regeneracionista. Ángel Pestaña, en cambio, acudió en 1920 a una misión especial: adherir a la CNT a la Tercera Internacional. Las conclusiones del dirigente español al ver lo que allí se cocía en las alturas del poder fueron bastantes desfavorables. Sin embargo, Andreu Nin conoció a fondo los entresijos del poder en la Rusia soviética y fue el que más claramente se alineó con el comunismo incipiente. Ramón J. Sender, otro ilustre viajero, escribe lo siguiente: “en Moscú no se sabe dónde acaba el obrero y dónde comienza el soldado”. Fernando de los Ríos, por otro lado, hombre templado y racional, llega a la capital rusa en representación de una comisión socialista y escribe categóricamente en su libro de viajes: “Rusia intenta construir una Sociedad-estatal, más bien que un Estado-social”...

Son muchos los testimonios sobre las sensaciones y evidencias vividas por los intelectuales y políticos que se nombran. Todos ellos, algunos muy prosoviétivcos, escribieron sobre su estancia en aquellas tierras; hombres y mujeres que plasmaron sus entusiasmos o decepciones con el acontecer de la esperanza comunista, como Chaves Nogales, Josep Plá, Álvarez del Vayo, Dolores Ibarruri, Dionisio Ridruejo, Monserrat Roig o Vázquez Montalbán, y que pusieron su acento crítico o condescendiente en todo lo que veían y oían en la calle o dentro de los círculos dominantes, así como lo que se vislumbraba en el devenir de la llamada dictadura del proletariado.

En suma, El espejo blanco es un texto documental revelador, que no precisa de un lector especializado, pero al ser un libro minucioso y perspicaz rehúye de cualquier lector perezoso. Andreu Navarra firma un estupendo ensayo en el que su verdadero valor reside en el rigor de los archivos históricos que maneja, un conjunto bien armado de citas y notas que, a su vez, ponen voz a figuras relevantes de la reciente historia española del siglo pasado para conocer sus puntos de vista sobre el acontecer de la nueva Rusia revolucionaria y comunista. En 1989 la URSS se desintegraría, quién lo diría, y las esperanzas de los demás regímenes comunistas satélites se desvanecerían irremisiblemente, de igual modo.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Abundancia poética y meditativa

No hay dicha mayor para un lector que haber estado ocupado libremente un tiempo entre las páginas de un buen libro. Si se lee por placer hay que obedecer a las leyes del placer, la primera de las cuales, y tal vez la única, es la ley de la libertad. Cuando llega el hallazgo de ese gran momento que otorga la lectura cálida de ese buen libro, lo que ocurre es algo parecido a la sensación urgente de un rescate, de una oportunidad propicia que, aunque no certifique salvación de nada, atisba posibilidades de recompensa.

Los libros, por tanto, nunca son libros a secas: siempre son buenos o malos, o se sitúan en la extensa medianía. La literatura, en cualquiera de sus géneros y formatos, está ahí para descubrirse y ser juzgada por el lector. La buena literatura abre los ojos y abre caminos llenos de incertidumbre, y por eso es lo más parecido a la vida.

El lector que se adentre en este libro que mostramos hoy en el blog podrá entender lo dicho anteriormente e, incluso, podrá justificar el interés desplegado por su editor, Andreu Jaume, en el preámbulo. Poesía reunida. Aforismos (Lumen, 2016) conforma un volumen en el que podemos encontrar suficiente rescoldo filosófico a los asuntos candentes de la vida, expuestos en poemas indagatorios o en minúsculas breverías. Aquí se aglutina, por ende, la trayectoria poética y meditativa de Ramón Andrés (Pamplona, 1955) dispuesto en dos bloques bien complementarios: sus poemas y sus sentencias. Es un libro hermoso y sabio, editado con primor y con mucho gusto, que ofrece diálogo e introspección en abundancia.

Andrés, además de poeta y aforista, es músico, especialista en Bach y Mozart, entre otros compositores, autor del Diccionario de música, mitología, magia y religión (2012), un libro revelador y curiosísimo. En este mismo género ensayístico cuenta también con incursiones en el territorio de la filosofía y el pensamiento, y también escritos sobre la literatura espiritual europea y española, como es el caso de No sufrir compañía (2010), un tratado, a su vez, sobre la mística del silencio.

El libro se divide en dos partes: la primera es un compendio de su poesía inédita y la ya publicada con anterioridad, y la segunda está dedicada íntegramente a los aforismos, con tres secciones bien diferenciadas, como expongo más adelante.

La voz que transita por su poesía concita a la reflexión y a la quietud: “Quien empieza a escribir este poema/ y el que va a terminarlo/ no son el mismo hombre./ No lo serán, ni en el tiempo,/ ni en el espacio”, escribe el navarro. Y en otro poema más existencialista si cabe, titulado Siempre Génesis, que además pone nombre a su último libro, subraya: “No haber engendrado/ también es dar./ Nadie pasa sin haber legado, nadie/ carece de sonido./ No hay yermo estéril si alguien lo mira”... En otros, la naturaleza y el origen de sus versos tienen como escenario su tierra natal y el territorio vasco, como se muestra claramente en Faro de Selokozulua, Para mirar desde el monte Larrún o Puerto de Mundaka.

La segunda parte del volumen ofrece toda su producción aforística: Puntos de fuga (2012-2015), Malas raíces (2010-2015) y Los extremos (Lumen, 2011), una amplia profusión de frases felices, verdades irónicas y burlas sublimes. Andrés se mueve por este género con audacia, sin escurrirse hacia la ocurrencia fácil, ni caer en la máxima ampulosa. El énfasis de sus hallazgos lo ponen sus vislumbres filosóficas extraídas de lo cotidiano: “El mundo no nos puede sacar de dudas, un libro tal vez sí”, alumbra en una de ellos. “La muerte no está al final de la vida; está en su centro”, apunta en otra. “Pensar significa, casi siempre, apropiarse”, subraya con mimo. Y en esta: “Los errores fundamentales del género humano son la base de nuestras verdades”, rescata otra verdad filosófica, o bien suelta una perla lapidaria como esta: “Un buen libro es siempre una impugnación”. Por otro lado, conviene destacar la singularidad de los aforismos reunidos en Malas raíces, todo un ejercicio etimológico encomiable, divertido y perspicaz. Más allá de desmenuzar el origen de las palabras sometidas a reflexión y sentencia, Ramón Andrés se acerca certeramente y con gusto a las etimologías eruditas y populares de sus hallazgos.

La poesía y los aforismos reunidos en este libro está en consonancia con ese espíritu propio mostrado por el autor en su obra ensayística, es decir, en ambos casos, el poeta se interesa en indagar lo secreto, explorar el pensamiento desde el silencio y poner razón poética en todo lo aprehendido.

En un mundo donde todo debe cumplir una función, también tenemos necesidad de lo inútil, de la literatura, como evasión y entretenimiento, como introspección y diálogo. Persistir en ello es abastecerse de buenas lecturas. Este libro precisamente va en esa dirección.


domingo, 6 de noviembre de 2016

Rompiendo el hielo

Contrariamente a lo que piensan muchos, no se escribe para entretener, aunque la literatura sea de las cosas más entretenidas que hay a nuestro alcance, ni siquiera se escribe para eso que se llama “contar historias”, aunque la literatura, ciertamente, está llena de relatos geniales. No –dice con rotundidad Vila-Matas en Kassel no invita a la lógica (2014)–: “Se escribe para atar al lector, para adueñarse de él, para seducirlo, para subyugarlo, para entrar en el espíritu de otro y quedarse allí, para conmocionarlo, para conquistarlo...”

Hermano de hielo (Alpha Decay, 2016), de Alicia Kopf, nombre artístico de Imma Ávalos (Gerona, 1982), nos traslada con su primera novela a la verdad secreta que promete ese espíritu vilamatiano, tan afín a ella, sobre la razón de escribir y su sentido de romper el hielo. Kopf, contraria a ese victimismo de muchos de no poder contar su propia historia, se anima a ello yendo al centro de su intimidad contándonos una historia suya, pero desvelándonos primeramente su fascinación por aquellos grandes exploradores polares hechizados por el hielo, a los que nos aproxima narrando sus logros, hasta recalar después en el hogar de su vida familiar, en los detalles pequeños que todos observamos en la vida diaria, así como en las vicisitudes familiares que cada uno sobrelleva a su modo. Para simplificarlo, llamemos a cada una de estas observaciones una experiencia sensorial propia. La singularidad de cada una de estas sensaciones, y el modo en que la autora las superpone con las experiencias vividas, forman la base de la comprensión y disfrute de este collage narrativo.

Este libro, galardonado con los Premios Documenta 2015 y Llibreter 2016, este último concedido por el gremio de libreros de Cataluña, y editado con primor y gusto encomiable, es, por un lado, un viaje simbólico que hace la autora al casco polar, a través de distintos pasajes donde cuenta las hazañas llevadas a cabo por sus exploradores más emblemáticos y, por otro, una escapada solitaria y liberadora a Islandia. En ambos casos, persiste un afán de indagar y de confrontar las metáforas de todos estos retos en condiciones extremas con las propias dificultades de la vida y, especialmente con asuntos propios que se rebelan en cada caso como preocupaciones generacionales de todas las épocas: la familia, la identidad, el aislamiento, la precariedad, el riesgo o el fracaso. “En las diversas perforaciones a través de los estratos del hielo –confiesa la narradora–, llegué al origen más primario de todos nosotros, la familia”.

Kopf utiliza la biografía como material narrativo y, aunque el título lo sugiere y el libro esté dedicado a su hermano autista, la intención de la escritora no es tanto escribir sobre él, sino explorar con intensidad el espacio polar existente a través de las expediciones históricas de Scott, Amundsen, Shackleton o Louise Boyd, la primera aventurera en sobrevolar el eje de rotación de la Tierra, como metáfora de toda obsesión épica y de toda lucha interior. Quizás lo más significativo del texto sea su empeño entusiasta por hacer explícito el concepto que lo motiva, el origen del proyecto narrativo y la manera singular de plasmarlo literariamente: una primera parte documental, otra autobiográfica y la última, la más breve, relatada como un diario de viaje.

En Hermano de hielo hay, por tanto, auto-ficción y ensayo, pero también crónica, memoria y diario, con la intención decidida de secretar una historia íntima y familiar. Kopf, que se pregunta si al leer a los demás nos leemos a nosotros mismos y se cuestiona si es “hacia dentro o hacia delante donde miramos cuando escribimos”, hasta llegar a la conclusión de que no se escribe sólo por gusto propio, sino que quien escribe de verdad tiene conciencia de no estar solo en el mundo y, a ella en particular, como dice en la posdata final, este libro le ha supuesto una exploración y un alumbramiento necesarios.

Alguien dijo que escribir es hablar sin ser interrumpido. Alicia Kopf se apura en ello a sabiendas de que después del silencio, la voz es lo único que no le debemos a nadie. “Escribir –confiesa– es como tener un hacha con la que romper el mar helado que nos habita”.

Hermano de hielo es un artefacto literario sorprendente muy bien escrito, una novela simbólica, vívida y nada convencional, con mucha significación artística, que no dejará indiferente a quien se embarque en la travesía que propone: un viaje, sobre un iceberg narrativo, henchido de literatura, obsesiones, afectos y conquistas personales.