Leer
da más felicidad que escribir, dice Muñoz Molina.
Escribir es una afición, una vocación, una necesidad y, sobre todo,
un trabajo incierto. Leer, en cambio, es un medicamento que no
presenta contraindicaciones. Sin embargo, leer determinados libros
pueden perturbarnos hasta sacarnos de nuestras casillas, de la
protección acostumbrada del hogar, arrojarnos a la intemperie y
convertirnos también en testigos de cargo confrontando nuestras
incongruencias e inhibiciones con el propio correlato, hasta llegar,
y esto es lo mejor, a emocionarnos enteramente. Llegados a este
punto, es cuando uno alcanza verdaderamente un crédito inestimable
como recompensa: el premio que confirma que la buena literatura es
transformadora, inquisitiva, capaz de estirar y ampliar la
perspectiva que tenemos de lo que sucede a nuestro alrededor,
obligándonos a leer de otra manera, como si atravesáramos un dique
en construcción, nada estable y con las debidas precauciones.
El
lector de Patria
(Tusquets, 2016) ha de asumir esa tarea sin prejuicios y tener
predisposición para dejarse sacudir condescendientemente por el
drama colectivo que encierra su relato, aunque le ponga contra las
cuerdas y le concite rabia. Después, ha de mirarse en el espejo o
hacia sí mismo, examinarse y observar sus secuelas. Seguramente,
esta novela de Fernando
Aramburu (San Sebastián,
1959), la novena y más valiosa de su producción, seguirá
imparable, alcanzando cifras de ventas mareantes, de muchos dígitos,
y continuará batiendo récords con nuevas ediciones y más lectores.
Mucho
se ha dicho y escrito de ella en todos los foros y espacios
literarios de nuestro país, así como mucho dará que hablar
todavía. Es más, esta es una novela escrita sobre el conflicto
vasco con una ambición literaria sin precedentes y con una audacia
narrativa impecable, que invita a pensar que ha sido concebida por su
autor en estado de gracia para permanecer y resistir el paso del
tiempo, suscitando en el lector una ilusión esperanzadora de vida y
no pensada para exhibir los mecanismos del enfrentamiento de las
ideas y su condena.
En
Patria lo más
significativo recae en el papel representado por una mujer que ha
perdido a su marido en un atentado perpetrado por ETA y solo quiere,
antes de morirse, que le pidan perdón. La última imagen del libro,
en la que dos mujeres mayores se abrazan en la plaza del pueblo,
cerca de la iglesia, resume y dice todo sobre ese consuelo esperado,
sobre esa épica del dolor que pone punto final a esta monumental
novela sobre los últimos treinta años de la historia política en
Euskadi. Aunque el desenlace invite al lector a posicionarse, la
grandeza del libro radica en que a lo largo de sus más de
seiscientas páginas la narración se sustenta en un ángulo nada
explicativo, es decir: hay un narrador externo que permite que sus
personajes se expresen en primera persona y compartan con el propio
narrador omnisciente frases y escenas sin tener que acudir a
intervenir con notas aclaratorias ni llamadas de atención. Este
proceder narrativo con esa diversidad de voces, en donde un mismo
narrador se faculta para expresarse, aparece tanto en las funciones
propias del narrador como cuando dialoga, dependiendo de su posición
personal o del estado de ánimo que atraviese.
Esta
es la historia de dos familias amigas destruidas por la violencia,
arrojadas a bandos opuestos y declaradas enemigas, con raíces en un
pueblo no especificado de Guipúzcoa, marcadas para siempre por la
deriva de los acontecimientos de una época triste y dolorosa que va
desde mediados de los años ochenta del siglo XX hasta el verano de
2012, momento del cese del fuego de ETA. Cada uno de sus miembros,
como dice en una entrevista Aramburu,
lleva como quien dice su novela a cuestas, el relato de sus
existencias privadas. Todos los personajes de Patria
arrastran consigo su carga de humanidad: dudas, defectos,
desavenencias, debilidades, como cualquier lugareño, pero ninguno se
pasea por la novela al servicio de una tesis, porque la parte gris de
cada uno de ellos, la que aflora en lo cotidiano y se manifiesta en
sus actos, conforma la verdad de sus azarosas vidas.
En
la novela, la voz de sus personajes femeninos: Miren,
Bittori,
Arantxa
y Nerea tienen
una fortaleza de carácter por encima de lo que representan la
personalidad de los protagonistas masculinos. Ellas son las que
ostentan claramente el pedestal de la palabra. En cambio, la voz de
los hombres es más retraída y hermética, como más remisa a hacer
confesiones. Buena parte de las acciones de todos ellos sucede en
el ámbito privado del hogar, en la cocina, en el dormitorio y en los
pasillos, donde es tan frecuente que trascienda el sentido de la vida
de sus moradores.
Patria
es un gigantesco artilugio literario estructurado en capítulos
cortos y bien encadenados, que permiten una lectura intensa y rítmica
gracias también al tono sencillo de su prosa y a los intercambios de
escenarios y voces que van interactuando. Igualmente, la mezcla de
tiempos narrativos es otra de sus argucias estilísticas destacable,
que influye en la percepción del lector a la hora de interpretar las
acciones de los personajes de la novela: la sensación es como si
estos anduvieran atrapados en el pasado.
Tres
años le supuso a su autor armar esta gruesa novela, esta gran
epopeya del dolor. Patria
es un sólido testimonio literario con personajes verosímiles y
potentes con los que el lector puede empatizar, más allá de la
posición compleja de muchos de ellos y del silencio colosal del
ambiente. Haberlo logrado con maestría y solvencia narrativa solo
está reservado a escritores de raza, y Fernando
Aramburu
lo es, como lo fueron antes sus paisanos Ramiro
Pinilla
y Pío Baroja.
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