Hay
personas, como diría Unamuno,
que parecen no pensar más que con el cerebro, o con cualquier otro
órgano que sea el específico para pensar; mientras otros piensan
con todo su cuerpo y con toda su alma, con su sangre, con el tuétano
de sus huesos, con su corazón, con sus pulmones, con su vientre y,
en definitiva, con su propia vida. Piedad Bonnett
(Amalfi, Antioquía, 1951), poeta, dramaturga, ensayista y novelista,
puso corazón, vida, piel y mente cuando pensó que tenía que
escribir Lo que no tiene nombre
(Alfaguara, 2013), el libro dedicado a la vida, a la muerte y a la
memoria de su hijo, un joven de apenas veintiocho años que decidió
poner fin a su existencia arrojándose al vacío.
Este
libro andaba huérfano de lectura en mi biblioteca desde hace unos
años y el azar me llevó a su rescate merecido, inducido por la
reciente lectura del último poemario publicado por la escritora
colombiana. Los habitados
(Visor, 2017), como se dice en el reverso del libro “es también un
conjunto de poemas que se acerca al duelo, con la serena tristeza del
que sabe que debe conformarse con las migajas de la memoria, y que la
palabra es un instrumento de recuperación que, aunque a veces
precario, merece nuestro agradecimiento”. Precisamente aquí,
cuatro años después de la tragedia, se rememoran pasajes y
acontecimientos en los que está presente el hijo ausente, su maleta
pesada y vacía, sus últimos instantes, sus cuadernos y apuntes, el
análisis concluyente del psicoanalista que venía a decir que “el
salto al vacío es, en forma simbólica, un regresar al vientre de la
madre”.
Lo
que tuvo continuidad en verso, antes se concibió en prosa. La
poesía, como decía Pizarnik,
es el lugar propicio donde todo sucede. A semejanza del amor, del
humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la
poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad.
Bonnett, cuando
decidió escribir sobre la vida y muerte de su hijo tuvo muy en
cuenta las palabras de la escritora argentina, pero sabía que esos
recuerdos suyos sobre los últimos días de su hijo eran clave
también en su propia existencia y precisaba contención narrativa
para poder llevar a buen fin su propósito como escritora para
contarlo públicamente. La poesía la podía desbordar y desvariarla
hacia un territorio de autocompasión y sentimentalismo al que, de
ante mano, renunciaba de pleno. Por ello, Lo que no
tiene nombre acabó en una
narración literaria profundamente intimista, en un testimonio
conmovedor y valiente, tan breve como intenso.
Dice
Joan Didion en su
memorable libro El año del pensamiento mágico
(2005) que el dolor por la muerte de un ser querido sigue siendo la
más general de la aflicciones. Quienes han perdido a un ser amado
tienen razones de peso para sentir lástima de sí mismos, y hasta
una necesidad apremiante de compartirlo con los demás. Bonnett
escribe como superviviente de una tragedia, intentando mantener con
vida a un hijo malogrado, aun a sabiendas que para seguir viva
llegará el momento de tener que superar la pérdida dejando en paz
al muerto, dejándolo ir. El laberinto del duelo no es más que eso,
estar solo ante un dolor intrincado que asfixia. Cuando el dolor cae
sobre ti sin paliativos, escribe Rosa Montero
en otro libro emocionante, La ridícula idea de no
volver a verte (2013), lo
primero que te arranca es la palabra.
Lo que no tiene
nombre es un libro
impactante con muchas preguntas dentro, escrito con un trasfondo
poético conmovedor, alejado de cualquier lirismo vano, y apartado de
los tentáculos de la autocompasión y del sentimentalismo, pero sin
renunciar a hacerlo desde las vísceras hasta la cabeza, con todo el
cuerpo y en pleno duelo, a los tres meses del suicidio de su hijo. El
duelo para Bonnett ya
venía de lejos, desde que diez años antes le detectaran al hijo una
enfermedad mental incurable con la que libró etapas críticas de
hospitalización y tratamiento que le fueron menguando
psicológicamente.
Este
libro le sirve a la autora para liberarse de ese dolor innombrable
que le supuso la terrible pérdida de su hijo, y, al mismo tiempo
para liberarse de tanto pesar, en una batalla personal que la redima
con dignidad de la pena infinita que le ocasionó el verlo sufrir
hasta el desgarro definitivo de su muerte.
Lo que no tiene
nombre es un testimonio
novelado tremendo, terrible y hermoso que se lee como historia de
vida, narrada con una contención admirable que aborda el tema tabú
del suicidio desde la perspectiva de una madre abismada en el duelo,
que no pretende resucitar a su hijo, sino saber quién era en
realidad, para entender mejor su fatal determinación, su irreparable
vacío revertido hacia los suyos.
La
vida es drama y contradicción, y en ningún caso un lugar para el
conformismo. Esto también tiene su traslado en la literatura y, en
ese sentido, siempre que leo lo hago con la idea preconcebida de
obtener una recompensa. Con este libro el resultado obtenido es
extraordinario, amplificado más si cabe, porque como dice Juan
José Millás, citado en el
texto: “la escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas”,
y esto, desde el lado del lector, también se palpa y notas que te
escuece.
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