La
verdad, aunque solo sea la verdad literaria, es una suerte de
compromiso, dice Danilo Kiš,
pero con la condición de que sobre el juramento siempre planee una
sombra de duda. La función del escritor, según Sartre,
consiste en obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que
nadie pueda ante el mundo decirse inocente. El escritor debe
convencernos de que sabe más que el resto de nuestros congéneres y
de que, a pesar de ello, duda más que todos. Uno se convierte en
escritor tan solo cuando comprende la segunda parte de la definición
sartreana: que escribir significa decir las cosas de cierta manera,
que escribir representa una búsqueda en pos de la propia identidad,
porque ya somos conscientes de que la literatura es una revelación,
aunque mediante ella no se consiga nada.
Tal
reflexión viene a cuento porque La vaga ambición
(Páginas de Espuma, 2017), de Antonio Ortuño
(Zapopan, Jalisco, México, 1976), ganadora del Premio
Ribera del Duero de este
año, propone mucho de esa suerte de compromiso verdadero que supone
escribir, así como los mimbres que conforman el juego de la
literatura dentro y fuera de su laboratorio. El hilo conductor que
sostiene la inventiva de sus seis relatos lo pone el personaje Arturo
Murray, un escritor ya
instalado en su madurez y que indaga en la propia naturaleza de su
oficio. A partir de los proyectos de su carrera literaria y
existencial, el narrador conecta sus piezas en las que su pasado, con
sus luces y sombras, va desplegándose por diferentes etapas, apegado
a su condición de vivir en pareja y con dos hijas, una tarea de
resistencia en la que no solo se sobrepone al desgaste de la
convivencia y a sus penurias económicas, sino que, además, se
atrinchera en su condición de escritor para no cesar en el empeño
de escribir y fabular, tal como le decía su madre: escribir es una
batalla, escribir es pelear, escribir es “la vaga ambición de
guerrear contra mil enemigos y salir vivo”.
El
lector precisará concebir el libro en su lectura total para
percatarse de la intencionalidad de Ortuño
que no es otra que romper con lo establecido. Cada relato va
dirimiendo las batallas artísticas y vitales del personaje, triunfos
y derrotas desde la infancia a la actualidad, la existencia de un
padre desastroso, un matrimonio en la cuerda floja, una vida laboral
en la misma tesitura, pequeñas éxitos literarios, vanidades
artísticas, recelos, tropiezos, burlas...
La
vida azarosa en la literatura y su derivación en la vida propia son
dos existencias interconectadas y concomitantes en la cadena
narrativa de estos relatos. La vaga ambición
es como los coches de hoy en día, un híbrido literario que alterna
el combustible con la batería, en función de la marcha del
vehículo, su historia, y en relación con la propia ignición que
formula el relato, su gasolina, pero también necesitado
deliberadamente de la corriente eléctrica repartida en el conjunto
del libro: el juego de la escritura. Además de los asuntos, las
situaciones y los percances que se presentan en estos cuentos, la
idea matriz que desarrolla Ortuño
es preguntarse cómo se conforma un escritor. Para ello, el autor
mexicano recurre a la fabulación para exponer esa experiencia
literaria que, desde su origen, parece sesgada por la relación con
el poder establecido que todo lo contamina y, por otro lado, desde la
vocación y el destino propiamente del oficio, no exento de
desencanto e insidia.
La
creación del personaje de estos relatos permite a Ortuño
desplegar su experiencia, su poética narrativa y el sentido
literario del oficio desde el lado del que escribe, un ser que
convive en una realidad resbaladiza y pintoresca alrededor de una
literatura extendida que fija estereotipos y servidumbres. El libro,
en definitiva, rastrea en la zona tragicómica que rodea al mundillo
cultural de las letras y la vanidad existente alrededor suyo. Murray
se ocupa, en su terquedad, de encontrar sentido a su vida en el
propio seno de la escritura y lo hace desde sus primeros pasos como
autor, con apenas doce años, cuando ganó un concurso de cuentos
según leemos en el primero de los relatos: Un
trago de aceite, una
historia de abusos y, así mismo, descarnada, hasta llegar al último
de la colección: La
batalla de Hastings,
quizá el mejor de todos, un cuento primoroso, intenso, contundente y
brillante sobre el fondo y el sentido de la escritura.
En
el libro, confiesa su autor en una entrevista reciente, hay
referencia a su experiencia personal pero siempre –subraya– al
servicio de la ficción. “Escribir es caer en una telaraña y no
salir más –dice el narrador en las postrimerías del libro–,
pero a veces uno cae y se queda paralizado, sin nada que agregar”.
Si
todo lo que dice Ortuño
o Murray
no estuviera dicho de cierta manera, entonces sería una mera
confesión de Murray
o del propio Ortuño.
De este modo en el que se cuenta aquí es prosa de gran alcance: una
prosa de la vida, una prosa del mundo, y además, de franca poética.
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