Escribimos
lo que deciden las palabras, decía Carlos Pujol.
Las palabras son, en verdad, las que determinan la validez de lo
escrito, su trascendencia. En literatura las buenas ideas, los buenos
poemas se reconocen enseguida: tienen ese hálito trazado, ese cauce
de palabras que sorprenden y despiertan nuestro letargo. El poeta se
juega la vida en cada palabra. Además, el poeta está para mirar y
ver lo que no se ve. Para lo que se ve, como afirmaba el autor de
Cuadernos de Escritura,
ya está el resto de la gente. El lector, al fin y al cabo, es el
punto de alcance de todo libro, su propósito y su sentido.
Hablar
sobre lo leído es interpretar el juego de palabras propuesto por el
escritor. Pero cuando se trata de hablar de poesía es, además,
descifrar un enigma, un misterio. Es aventurarse a seguir la
cartografía trazada por su autor en sus poemas, andar por sus rutas
sin intención de tomar atajos, solo con ánimo de explorar sus
entresijos. Leer es ensanchar el mundo, dice el poeta; escribir es
escarbar en él. Al poeta Alfonso
Brezmes (Madrid, 1966)
le gusta ese verbo transitivo y todas sus acepciones para definir, o
mejor dicho, para hacer su poesía: escarbar en el mundo, removerlo,
ahondarlo, cavarlo hasta horadar repetidamente su superficie y
extraer sus partículas.
Ultramor
(Renacimiento, 2017) es el tercer poemario suyo publicado tras la
senda emprendida con La noche tatuada
(2013) y Don de lenguas
(2015). Para un poeta tardío como él, secreto y ágrafo en su
juventud, el bagaje de su alma poética se ha tenido que ir forjando
a través de lecturas y referencias clásicas. Seguir la tradición,
a fin de cuentas, consiste en recibir la herencia del ayer y
entregarla con la otra mano al presente y al mañana, pero no sin
antes haberle añadido algo propio: un matiz, un tono, una
particularidad, un suspiro... En se sentido, Brezmes
pertenece a ese prototipo de poeta que ha sabido esperar el paso de
los años para emerger, desde su larga experiencia vital, y dar luz a
ese mundo simbólico lleno de significados, escalofríos, temblores y
perplejidades que le han acompañado durante décadas. Si en la
primera entrega el poeta andaba sumido en contornos góticos y
sentimentales, en el segundo poemario hay un propósito creativo de
ensalzar el lenguaje. Ultramor
es una puerta más amplia y más ambiciosa que sus dos obras
anteriores, que pende del propio título e invita al lector a una
travesía desde lo irracional a la reflexión, desde el asombro a la
paradoja, desde el misterio al razonamiento: No
sé bien por dónde empezar./ Verás, la realidad no existe,/ pero
existe su posibilidad y eso/ es lo que mantiene al mundo en vilo
(pág.
15). En realidad el
que escribe nunca va solo, siempre lleva consigo al “otro”, que
como decía Proust es
el que sabe escribir de veras: Qué
insensatez la tuya de leerme,/ pudiendo ser penumbra o muchedumbre/
haber caído aquí, y aquí soñar (pág.
17), se dice en los primeros versos de uno de sus poemas en el que
homenajea con sutileza al novelista francés.
El
poemario, tras una cita de Kafka,
que pone el punto de inflexión hacia donde se encamina el poeta,
inicia su andadura con una declaración al dictado de su propósito:
No es mucho lo que pido:/
oblígame a decir lo que no sé,/ enséñame a escribir mi nuevo
nombre/ (pág.
9). Tras esta
apertura, el libro está divido en dos partes: en la primera, bajo el
epígrafe de Ojos que no
ven, el autor despliega
treinta y cuatro poemas para mostrar sus latidos y preguntarse por
qué está de nuevo aquí, como hacen los nadadores que se adentran
en el infinito mar: por
el puro placer de deslizarse,/ inmunes al abrazo de la lluvia (pág.
18). Pero
también dice el poeta que está aquí para contar que: lo
perdido me llama/ y algo de mí llama a lo perdido (pág.
21).
Como lo está igualmente para acudir con cautela a la memoria: Me
dan miedo los espejos, esos seres/ que, después de hechos añicos,/
siguen siendo uno en cada trozo (pág.
32); o desvelarnos el secreto de Las
cosas impares:
Lo impar se nos
revela a cada instante/ y sólo es en su esencia indivisible/ que el
ser se manifiesta sin su doble
(pág. 51).
La
segunda parte reúne treinta y dos poemas en torno al mantra Corazón
que presiente,
por donde transita mucho el tiempo, el sueño y la noche: Somos/
lo que cobra vida/ tras apagar los libros (pág.
65), dice en uno de ellos. En los versos siguientes: La
droga de la noche vuelve/ con su dosis exacta para hundirse/ en la
tinta sedienta de palabras (pág.
69), el poeta continúa desvelado en pos de sus exploraciones.
Quien
se disponga a adentrarse en la lectura de Ultramor
le resultará una experiencia poética provechosa: poemas con
predominio del endecasílabo, bajo una mirada metafísica y
escrutadora que no impide que la claridad de sus versos trascienda a
pesar de su simbolismo. Hacer poesía es un ejercicio de tiro que
exige tino y temple. No importa tanto lo que se dice como lo que se
significa, pero se necesita puntería, y Brezmes
es fiable y certero en sus lances. Para ello, solo basta que la tarea
del poeta, como dice Claudio
Rodriguez,
esté del lado de lo que él entiende por poesía, más que
preocuparse de explicárnosla y de adornarla.
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