La
esencia nuclear de Ciento noventa espejos
(Hiperión, 2017), el nuevo libro de Francisco Javier
Irazoki (Lesaka, Navarra,
1954), es poética. Sus textos recogen ese espíritu dicho por el
poeta donostiarra y revierte, a su vez, ese matiz sustancial que
apunta el narrador sudamericano sobre la poesía como forma de vida y
como manera de estar en el mundo. En Orquesta de
desaparecidos (2015), su
anterior publicación, escrita igualmente en prosa, la brevedad de
sus textos prosiguen la senda marcada que ya se inició con Los
hombres intermitentes
(2006), y en ella se dice que “la poesía no es una delicadeza
decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta la
conciencia”.
Irazoki,
que reside en París desde 1993, y allí ha compaginado su vocación
poética con la continuidad de sus estudios musicales y la crítica
literaria, proyecta este otro libro respondiendo a esa conciencia
poética que lleva siempre consigo. Cada una de estas piezas escritas
en prosa posee una métrica, un ritmo y una secreta poesía que logra
convertirse en poema. Él los llama “sonetos en prosa”. Estos
espejos suyos, o mejor, estas composiciones literarias, a modo de
bitácora, que van desde 2009 hasta 2016, son paseos por los goces de
la vida diaria, como se dice al principio del último texto, una gira
alrededor de sus momentos vividos: crónicas, recuerdos, viajes,
lecturas, toques musicales, deleites culinarios y contactos con
artistas de muchos lugares. Casi un centenar de textos bajo un mismo
molde formal de no rebasar ciento noventa palabras, una experiencia
creativa nacida cuando comenzó a escribir su columna Radio
París en El
Cultural del diario El
Mundo,
y que daría origen a la concepción de este libro.
Estos textos breves reunidos conforman un verdadero y aquilatado
libro, bruñido con una prosa sencilla y honda, que despliega la
personalidad y la actitud serena de quien los firma: un hombre
agradecido de vivir una existencia dedicada a la literatura, a la
música y al cultivo de la amistad, un hombre acogedor, dispuesto
siempre a dar compañía, que le gusta la conversación y que
necesita saber cómo les va la vida a sus amigos.
Leyendo estos pasajes, uno se atreve a subrayar que la poesía está
tan dentro como fuera de la estructura de un poema, que la conciencia
o la percepción del mundo también destila poesía, y que no es
necesario gritar ni sentenciar para que se alumbre un poema. Por
estos espejos transita un hombre al que le gusta oponerse a las
multitudes que silencian al individuo, un hombre que celebra a los
diferentes que se apartan de todo resentimiento y griterío, un
hombre que cuando era joven le gustaba manifestar que la calidad de
las ideas políticas tienen su medida en el respeto a las contrarias,
y que ahora, de mayor, le gusta pensar que el método más valioso
para sopesar dicha calidad, está en comprobar la compatibilidad de
esa ideología con el sentido del humor.
En
Ciento noventa espejos
hay un alma evocadora de vivencias, de recuerdos, de gratitudes, de
detalles y de pasajes sobre el jazz, el rock, el blues, el flamenco,
sobre artistas desobedientes y escritores ágiles, sobre las
enseñanzas de los viajes y sus matices, sobre hallazgos literarios y
también, sobre la tentación y el deleite de los fogones.
Los
textos de Irazoki
tienen esa capacidad de aproximarse al lector gracias a su
esencialidad y hondura, a sus observaciones y predisposición para el
aprendizaje y el goce. Uno se puede instruir en los pasillos y salas
de espera de un hospital y salir después a la calle dispuesto a
retener lo aprendido, como “envejecer sentado en un refugio de
preguntas”, pero, lo mejor de todo, dice el poeta, es “el goce de
no tener tiempo para el odio”.
Este es un libro gozoso y nada hiriente que refleja un estado de ánimo, el de su creador, lleno de matices, semblanzas, miradas y palabras contadas; un libro hermoso que deambula desde el conocimiento de lo propio a lo ajeno, un conocimiento honesto y positivo que consiste en hacer del fondo de la vida un interrogante y una estética moral comprometida.
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