En
la solapa de La vegetariana
(:Rata_, 2017) se dice que hay que leer este libro de Han
Kang (Seúl, 1965) porque habla
del cuerpo como último reducto de libertad, porque, además, habla
de la fragilidad de la vida, pero también de los miedos y de los
tabúes que nos rodean; que hay que leerlo porque se habla del coste
que supone intentar cambiar lo preestablecido, y no digamos cuando se
trata de cambiar uno mismo.
La
vida consiste, precisamente, en ese sentimiento de fragilidad que nos
acompaña al que no le es ajeno el paso del tiempo, el cambio de
perspectiva, la alteración de lo que nos rodea o la transformación
de nosotros mismos. La literatura siempre se pregunta por el valor de
la vida. No leemos porque queramos escapar del mundo, ni para
sustituirlo por otro, aunque nos lo pida el cuerpo, hecho a la medida
de nuestros deseos, sino para ser, sencillamente, más reales.
No
hay libro, ni vida de nadie que cuente solo una historia. En La
Vegetariana se cuentan varias historias que tienen como artífices a los narradores que
cuentan la vida de Yeonghye:
su marido, su cuñado y su hermana, tres seres tristes y
desvalijados, absolutamente interdependientes y equidistantes, a su
vez, con lo que significa combatir frente a lo establecido. En
cambio, Yeonghye
representa la antítesis de todos ellos: una persona rompedora,
rebelde y en soledad continua que busca su verdad y consuelo.
Yeonghye
es una mujer corriente, insulsa y apenas atractiva para su marido,
con la única rareza de no llevar sujetador y que, de la noche a la
mañana, despierta con la determinación de no volver a comer nunca
más ningún animal y convertirse así en vegetariana.
En
La vegetariana
el cuerpo es la palabra reconducida por la voluntad de su
protagonista. El cuerpo como andamiaje necesario para contradecir los
hábitos de los demás. El detonante de la historia de la joven
Yeonghye
son las pesadillas que padece a diario, que darán un revés a su
mundo, desafiando, inevitablemente, la costumbre aceptada en
cualquier hogar para disgusto de su marido y demás familiares. Su
negación a alimentarse de la forma establecida y su mudez prolongada
agudizarán las desavenencias con todos ellos, que no cesan de
hostigarla para que deponga su actitud.
La
literatura trata constantemente de descifrar esas fronteras que
marcan los territorios mentales de los personajes que la transitan,
así como los territorios históricos, emocionales, vitales e íntimos
que les atan o les impelen a saltárselos. En esta novela, Kang
no elude ese envite. Su libro, además, es una reflexión moral en
torno a una historia conmovedora que desvela hasta qué punto la
voluntad de una persona es capaz de sobreponerse con dignidad y
orgullo al escarnio familiar. La vida familiar que soporta la
protagonista no solo es una continua intromisión en su vida privada,
sino, además, un constante desasosiego.
Gabi Martínez,
en su esclarecedor prólogo del libro, opina que habría que entender
el contexto social en que Han Kang
escribió la novela como una secreta intención de desvelar el
“ultrapatriarcado” imperante en Corea: “El arrinconamiento de
las mujeres es una evidencia, y por eso el chamanismo aún triunfa en
la península: la mayoría de chamanes son mujeres que, cuando los
espíritus las poseen, pueden saltarse un rato las normas mientras
cantan las cuarenta a los opresores masculinos.” Este libro, más
allá de esta objeción particular, lo que muestra mayormente es que
no hay nada más portentoso para superar los atavismos y los apegos
culturales que confiar en la fuerza interior de cada uno para querer
deshacerse de ellos. Su autora insiste en que, más que reflejar la
sociedad coreana, su libro tiene una proyección universal acerca de
la violencia soterrada y de los comportamientos impuestos al
individuo en nombre del bien común.
Por
otro lado, la traductora del libro, Sunme Yoon,
confiesa al final del mismo que en ese papel de encarnar al autor
que conlleva la tarea de toda traducción, no pudo desconectar como
lectora de la dureza del texto y tuvo que convivir todo el tiempo con
el dolor que el relato irradiaba. Y es que de la lectura de La
vegetariana no se sale
indemne, sino trastocado. Esta es una novela que, si intentamos
imaginar en qué podríamos convertirnos o en qué consiste ser otra
persona, con tanta gente impidiéndolo por la fuerza, ¿lo
soportaríamos, o desistiríamos? Esta pregunta aboca al lector a una disyuntiva que le es imposible dejar pasar sin tomar un partido u otro, a pesar de su complejidad.
La vegetariana
no es precisamente una lectura para escapar del mundo, ni mucho menos
para sustituirlo por el que se relata en sus páginas; es una lectura
para sentirse más real y próximo a la vida de su protagonista. La
lectura de este libro se convierte en una áspera experiencia, pero
hay que decir que el reino del lector no es el reino de la identidad
y empatía, sino el de la metamorfosis.
La
buena literatura, digámoslo bien alto, siempre nos interpela sobre
el sentido de la vida, y lo hace aún más cuando se trata de
historias heroicas y perturbadoras como esta, tan rotunda, kafkiana y
sorprendente.
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