viernes, 8 de marzo de 2019

Un relato tomado de la vida


La memoria humana hace grandes esfuerzos por aportar pruebas que sustenten la manera de entender el mundo que hemos adoptado, por mucho que esta diste de la realidad. En ese sentido, las memorias y la autobiografía implican para el autor un esfuerzo de evocación de su pasado y la articulación de lo evocado en una narración próxima al entendimiento de la verdad. Dos procesos, el de la memoria y el de la escritura, que, inscritos en el presente, fluyen de manera interdependiente e inseparable; una memoria que escribe o una escritura que recuerda.

El autobiografiado que decide escribir su vida sabe o debe saber, como dice Manuel Alberca, que ese acto le va a poner a prueba frente al pasado, frente a los demás y frente a sí mismo. Las memorias se basan en hechos hasta cierto punto. Depende de lo que recuerda quien la elabora y de lo que recuerdan los otros: la familia, la gente a la que se recurre. A todo esto, dice Felipe Cid en Memòries inutils que: “Escribir sobre el pasado es un ejercicio interior enormemente inquietante. Hay que pensárselo bien antes de emprenderlo[...] aceptando el riesgo que implica publicar unas memorias en un país retorcido como un colmillo de jabalí”.

Los refugios de la memoria (Papelesmínimos, 2017), de José Luis Cancho (Valladolid, 1952) es un texto autobiográfico breve e intenso en el que encontramos mucho de estos impulsos del género: recuerdos y evocaciones mediante los que el escritor intenta exprimir a la memoria, jugando a la vez con ella. En este caso, su autor vaga por un tiempo de juventud a la deriva, sin anclajes, solo impulsado por un entusiasmo político y personal de transformación, con una vaga, pero constante sensación de amenaza y clandestinidad. Este es un libro que llegó a mis manos de manera inesperada y que con la lectura del primer capítulo, con ese final tan rotundo de “escribir desde la perspectiva de un muerto”, anunciaba una recompensa que no quería perderme, como así sucedió.

El propósito de la escritura de este libro se presenta, en principio, así, como rescate, como la posibilidad de restaurar e, incluso, de revivir el pasado, como una forma privilegiada de combatir el olvido y de rehusar la muerte. Tiene que ver también con lo que su autor desvela en el cuarto capítulo: “ahondar en ese yo secreto al que de tanto ocultar ni a mí mismo me resulta fácil acceder, en parte porque a estas alturas de la vida creo haberlo perdido”. Esta confesión, unida a la cita inicial de Tomas Tranströmer: “Dentro de mí llevo mis rostros anteriores, como un árbol lleva los anillos de la edad”, nos sitúan en una obra que viene a rendir cuentas, a dar un repaso a unos años tumultuosos y decisivos en su vida que, al paso del tiempo, derivaron en un presente más sencillo, escéptico y nómada. Pero también este es un libro que infiere mucho en la escritura como necesidad y refugio, como aceptación de la propia vida.

En este ejercicio de apelar al pasado, Cancho, no solo recaba datos, sino se pone en disposición de recordar con la voluntad de hacerlo, evocando e invocando esos recuerdos que no llegan solos, a veces tira de fecha para contarnos, por ejemplo, cómo cayó desde una de las ventanas del tercer piso de la comisaría de Felipe II de Valladolid en enero de 1974, tras ser detenido y torturado en los interrogatorios por la Brigada Político-Social de la policía: “¿Me tiré yo en un último intento desesperado de escapar de aquella situación? ¿Me tiraron ellos porque pensaron que se les había ido la mano y me habían matado?” Cancho parte de este episodio, el más significativo de su juventud, cuando militaba como miembro destacado de la Joven Guardia Roja, para abordar con honestidad unas memorias en tono confesional, alejadas de aparecer en ellas como un héroe, sin más añadidura que la propia realidad sufrida en carne y hueso, sin truculencias épicas, tan solo con la verdad vivida por un sobreviviente de aquellos años setenta del tardofranquismo que estuvo a punto de cegar su vida.

En Los refugios de la memoria el lector se va encontrar con un testimonio de primera mano, un vívido y constreñido relato tomado de la vida de su autor: su militancia antifranquista, la prisión, la enseñanza, los viajes, su nomadismo, la amistad y su vocación tardía, la escritura. Por estas páginas se erige un hombre cargado de memoria por donde se cruzan la lucha por la vida y sus contradicciones, la conciencia, la soledad y el anonimato, y todo ello bajo la mirada atenta de quien es consciente de lo efímero de la existencia y contempla sin nostalgia cómo pasa el tiempo tan deprisa: “No he podido dominar mi pasado, sin embargo he procurado reconciliarme con él”.

Toda obra literaria tiene una situación y una historia. En esta de José Luis Cancho impera la idea de un yo implicado con la verdad de su experiencia, al que le importa más el sentido de lo ocurrido que lo que le sucedió exactamente. Le importa más el aspecto del mundo y el sentir del presente que soportar su realidad. Para sobrellevarla le añade, con aire socarrón, este marcado final: “Cada vez me gusta más esta vida en la que participo cada vez menos”.


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