La
memoria humana hace grandes esfuerzos por aportar pruebas que
sustenten la manera de entender el mundo que hemos adoptado, por
mucho que esta diste de la realidad. En ese sentido, las memorias y
la autobiografía implican para el autor un esfuerzo de evocación de
su pasado y la articulación de lo evocado en una narración próxima
al entendimiento de la verdad. Dos procesos, el de la memoria y el de
la escritura, que, inscritos en el presente, fluyen de manera
interdependiente e inseparable; una memoria que escribe o una
escritura que recuerda.
El
autobiografiado que decide escribir su vida sabe o debe saber, como
dice Manuel Alberca,
que ese acto le va a poner a prueba frente al pasado, frente a los
demás y frente a sí mismo. Las memorias se basan en hechos hasta
cierto punto. Depende de lo que recuerda quien la elabora y de lo que
recuerdan los otros: la familia, la gente a la que se recurre. A todo
esto, dice Felipe Cid
en Memòries inutils que:
“Escribir sobre el pasado es un ejercicio interior enormemente
inquietante. Hay que pensárselo bien antes de emprenderlo[...]
aceptando el riesgo que implica publicar unas memorias en un país
retorcido como un colmillo de jabalí”.
Los refugios de la
memoria
(Papelesmínimos, 2017), de José
Luis Cancho
(Valladolid, 1952) es un texto autobiográfico breve e intenso en el
que encontramos mucho de estos impulsos del género: recuerdos y
evocaciones mediante los que el escritor intenta exprimir a la
memoria, jugando a la vez con ella. En este caso, su autor vaga por
un tiempo de juventud a la deriva, sin anclajes, solo impulsado por
un entusiasmo político y personal de transformación, con una vaga,
pero constante sensación de amenaza y clandestinidad. Este es un
libro que llegó a mis manos de manera inesperada y que con la
lectura del primer capítulo, con ese final tan rotundo de “escribir
desde la perspectiva de un muerto”, anunciaba una recompensa que no
quería perderme, como así sucedió.
El
propósito de la escritura de este libro se presenta, en principio,
así, como rescate, como la posibilidad de restaurar e, incluso, de
revivir el pasado, como una forma privilegiada de combatir el olvido
y de rehusar la muerte. Tiene que ver también con lo que su autor
desvela en el cuarto capítulo: “ahondar en ese yo secreto al que
de tanto ocultar ni a mí mismo me resulta fácil acceder, en parte
porque a estas alturas de la vida creo haberlo perdido”. Esta
confesión, unida a la cita inicial de Tomas
Tranströmer:
“Dentro de mí llevo mis rostros anteriores, como un árbol lleva
los anillos de la edad”, nos sitúan en una obra que viene a rendir
cuentas, a dar un repaso a unos años tumultuosos y decisivos en su
vida que, al paso del tiempo, derivaron en un presente más sencillo,
escéptico y nómada. Pero también este es un libro que infiere
mucho en la escritura como necesidad y refugio, como aceptación de
la propia vida.
En
este ejercicio de apelar al pasado, Cancho,
no solo recaba datos, sino se pone en disposición de recordar con la
voluntad de hacerlo, evocando e invocando esos recuerdos que no
llegan solos, a veces tira de fecha para contarnos, por ejemplo, cómo
cayó desde una de las ventanas del tercer piso de la comisaría de
Felipe II de Valladolid en enero de 1974, tras ser detenido y
torturado en los interrogatorios por la Brigada Político-Social de
la policía: “¿Me tiré yo en un último intento desesperado de
escapar de aquella situación? ¿Me tiraron ellos porque pensaron que
se les había ido la mano y me habían matado?” Cancho
parte de este episodio, el más significativo de su juventud, cuando
militaba como miembro destacado de la Joven Guardia Roja, para
abordar con honestidad unas memorias en tono confesional, alejadas de
aparecer en ellas como un héroe, sin más añadidura que la propia
realidad sufrida en carne y hueso, sin truculencias épicas, tan solo
con la verdad vivida por un sobreviviente de aquellos años setenta
del tardofranquismo que estuvo a punto de cegar su vida.
En
Los refugios de la memoria
el lector se va encontrar con un testimonio de primera mano, un
vívido y constreñido relato tomado de la vida de su autor: su
militancia antifranquista, la prisión, la enseñanza, los viajes, su
nomadismo, la amistad y su vocación tardía, la escritura. Por estas
páginas se erige un hombre cargado de memoria por donde se cruzan la
lucha por la vida y sus contradicciones, la conciencia, la soledad y
el anonimato, y todo ello bajo la mirada atenta de quien es
consciente de lo efímero de la existencia y contempla sin nostalgia
cómo pasa el tiempo tan deprisa: “No he podido dominar mi pasado,
sin embargo he procurado reconciliarme con él”.
Toda
obra literaria tiene una situación y una historia. En esta de José
Luis Cancho
impera la idea de un yo implicado con la verdad de su experiencia, al
que le importa más el sentido de lo ocurrido que lo que le sucedió
exactamente. Le importa más el aspecto del mundo y el sentir del
presente que soportar su realidad. Para sobrellevarla le añade, con
aire socarrón, este marcado final: “Cada vez me gusta más esta
vida en la que participo cada vez menos”.
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