El
impacto del género breve se ha colado de manera exponencial en
nuestras vidas de usuarios de las redes sociales. La gente no para de
leer y remitir a sus amigos y conocidos continuas greguerías,
ingeniosas frases y twitters recurrentes que se hacen pasar por
aforismos y que circulan a la velocidad del rayo por las pantallas de
los móviles y de las tablets. Como muy bien subraya Manuel
Neila al respecto, esta
modalidad expresiva está de continuo bajo sospecha. Por eso nos
conviene apartarnos de esa avalancha ruidosa de meras ocurrencias y
simplezas, y estar atentos para que no nos den gato por liebre.
A
los que nos gusta el género y frecuentamos su prosa sugerente
sabemos que los aforismos poseen un carácter proteico, ensayístico
y meditativo, que no son juegos de palabras, sino todo lo contrario.
Tampoco el aforismo aspira a un mero ayuntamiento de conveniencia
entre lo filosófico y lo poético. Digámoslo con rotundidad: el
aforismo no es una ocurrencia, pero sí una forma filosófica en su
justa medida, cuya rotundidad reside en el trabajo del pensamiento,
algo que defendía a ultranza Wittgestein.
Para él todo aquello que podía pensarse con palabras podía ser
dicho claramente y sin ambages en un lenguaje lógico y conciso. En
ese sentido, el aforismo es un vehículo todoterreno, como la
filosofía, un medio apto para examinar lo concreto, lo cotidiano y,
también, cómo no, lo trascendente y metafísico.
El
poeta Javier Sánchez Menéndez
(Puerto Real, 1964) en su nuevo libro de aforismos Concepto
(La Isla de Siltolá, 2019) abunda en desmenuzar todo ese ser y
sentir que van adheridos a este género literario que, ante todo,
significa para él “un
ejercicio de la concreción”.
Viene a decirnos con esto que un buen aforismo no es más que la
síntesis lograda de una idea, de un concepto que incita a la
reflexión: “Aforismo es concepto –subraya–, y el concepto es
calidad y esencia”. Lo suyo es un trascender desde dentro el
lenguaje, pero permaneciendo en él, una invitación a la aventura
del pensamiento y a lo que la vida en sí propone y dispone.
No
cabe duda de que el arte de deleitar, persuadir o conmover se expresa
con más prontitud y con más frecuencia recurriendo a lo breve y
simple antes que a lo más extenso y de mayor complejidad. A ese
fascinante y silencioso mundo que reside en lo escueto, un arte
antiguo y noble, se le ha nombrado de muchas maneras: proverbios,
máximas, adagios, epigramas, aforismos, una infinidad de
nomenclaturas y de apariencias para afinar en la concisión de ideas,
“para transmitir un mínimo sonido con un máximo de sentido”,
decía Mark Twain. Lo
que propone Sánchez Menéndez
con sus artilugios,
como así llama a sus brevedades, sería algo así como si los
concibiese sobre las ideas y el sentido común que sacuden a las
cosas importantes.
En
Concepto
el lector se va a encontrar con un compendio filosófico, moral y
estético dividido en seis partes pobladas de sorprendentes agudezas,
divagaciones e ideas. En la primera de ellas, que ocupa la mitad del
volumen, reúne ciento cincuenta aforismos bajo el título de Nuevos
artilugios,
por donde transita un universo de sentido y pensamiento analítico,
entre el ingenio conceptual, la reflexión filosófica y el apunte
literario al que no le falta esa capa de ironía y descreimiento
inconfundible de su autor.
Por
estos artilugios
navega el espíritu de Platón,
Dante
y Rilke,
la lectura, los libros y la escritura, la atención a la vida y sus
perplejidades, las falsas creencias, la verdad y la poesía: “La
escritura es el hijo menor de la lectura”, señala en uno de sus
primeros aforismos para enlazar inmediatamente con este otro: “La
lectura es la lumbre que no cesa”. También se acerca al anhelo de
no dejar de creer en el hombre: “La mayor aspiración del ser
humano es comprender al ser humano”. De la verdad dice mucho y
aclara: “Nunca es tarde si la verdad decide”. Insiste, volviendo
su mirada a la literatura, para llegar a la conclusión de que “sin
verdad no hay ficción”.
El
siguiente apartado, el más breve de todos, propone un decálogo
descreído, pero necesario, para seguir viviendo, en el que arremete
contra el incauto que no ve lo efímero de la vida y la
insignificancia de la existencia. En Morales
y amorales, Sánchez
Menéndez
pone a prueba nuestra agudeza al proponerse examinar todo lo que
concurre alrededor de la vida y su aprendizaje: el respeto, la
gobernanza, la pasión, el gozo, la educación y la cultura, la
moralidad, o cómo acometer el devenir del tiempo: “El tiempo es el
juez de la palabra”. En Concepto
dedica
un buen puñado de aforismos dispuestos con los que pretende desvelar
la esencia de su significado, que no es otro que aspirar a no ser
relativo: “Un aforismo es un ejercicio del dilema”, nos dice,
señalando a continuación en otro que “Un aforismo no nace por
arte de magia, nace por la magia del arte, que es el misterio de la
creación”.
Los
dos capítulos finales con que cierra su glosario aforístico, son El
espejo que tiene el marco verde
y Palabras para un
joven lector-editor.
En uno invita a mirarnos y a reconocernos frente al espejo: “Del
espejo nace el principio de causalidad” y “el espejo es la otra
vida”. En el otro evoca, con pretensiones de calar en el lector, la
idea de no seguir el canon establecido, de crear el canon propio,
pero sin dejar de leer a los clásicos: “Tu canon es tu criterio, y
tu criterio nace de las lecturas mediante tu sentido común y tu
capacidad”, porque “la verdadera escritura es universal y
atemporal”.
Necesitamos
reflexión, perspectivas y vida intelectual que nos complete de lo
rutinario. Necesitamos del pensamiento, del lado moral y estético de
las cosas, su otro lado, sus complejidades. Somos seres plurales,
necesitados y, al tiempo, condenados a desaprender. Hay mucho de toda
esta dependencia en el libro de Sánchez
Menéndez,
como también de instructivo e incendiario, autor tan proclive a
describir como a prescribir, una manera deontológica de interpelar
al lector predispuesto a batirse el cobre.
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