“Cada
hombre y cada mujer guardan la clave de un proyecto genuino,
diferente como las respectivas huellas dactilares, que los convierte
en seres únicos e inconfundibles.[...] Y ello es así porque la
experiencia nos ha demostrado que es mucho más llevadero caminar por
la vida presentando su parte más homologable con las costumbres
sociales que haciéndolo sin ese escudo opaco […] Nací en el seno
de una familia de clase media, de la pequeña burguesía de los
pueblos, en la que aún perduraba la huella de una época más
brillante[...] Aquel niño, que como todos los niños tenía una
mente curiosa, rendida a la exploración de su entorno y al juego,
sólo empezó a conocer la cara abrupta de la vida al enfrentarse a
dos realidades: una religión penosa y oscurantista y la enfermedad”.
En
estas palabras, extraídas de la breve reseña que Campos
Reina (Puente Genil, 1946 –
Córdoba, 2009) hace de su vida en los prolegómenos de Diario
del Renacimiento,
uno de los tres volúmenes que la editorial Random House incluye en
su estuche de la colección Debolsillo, bajo el título de Parques
cerrados,
cabe el sentir de la escritura de su dietario. Recoge la huella de un
tiempo azaroso vivido y, a su vez, la travesía gozosa de un período
de plenitud creativa y de incontenible exigencia vital, una etapa de
madurez en la que el secreto de las cosas y el aire que las convierte
en fuente de inspiración se intercalaron con la precariedad de su
salud. Se publica conjuntamente con otras dos obras suyas, su poesía
completa y el ensayo De Camus a Kioto.
Todas ellas se aúnan en un mismo motivo: rescatar la figura de este
autor de culto, del que ahora se cumplen diez años de su
fallecimiento, considerado, en el ámbito de la crítica literaria,
como un prosista singular y prodigioso, de afán perfeccionista, uno
de los escritores andaluces más sobresalientes de la segunda mitad
del siglo pasado.
Juan
Campos Reina,
autor silente, como lo califica Luis
Antonio de Villena,
que huía de toda notoriedad, estudió Derecho y ejerció como
funcionario público en tareas de inspección de trabajo, se estrenó
en 1988 con su primera novela Santepar,
un libro insólito y personalísimo, escrito con un lenguaje rico y
bien cuidado. Fue muy celebrado por la crítica del momento. Además
de esta obra seminal, que de algún modo marcaría su obra, publicó
Un desierto de seda
(1990), El bastón del diablo
(1996) y La góndola negra
(2003), tres obras que componen la Trilogía del
Renacimiento.
También hay que sumar Fuga de Orfeo
(2006) y El regreso de Orfeo
(2006) y la colección de relatos Dulces
tormentos
recogidos en una edición de 2011.
El
buen debut de Santepar
le dio pie a seguir su imparable senda narrativa que tuvo que
compaginar con su trabajo y sus controles médicos. Todos tenemos
fuerzas suficientes para soportar los males ajenos, decía La
Rochefoucauld.
La salud precaria de Campos
Reina le
acercó aún más a ese sentir compasivo del mundo. De igual manera,
no le impidió concebir un plan literario existencial en el que no
cabría el descanso ni el abandono ante la adversidad, porque para él
nadie es demasiado fuerte ni demasiado débil para ser consolado. Por
eso entiende que no puede prescindir en absoluto de la palabra. Viene
a decirse que el lenguaje ayuda a vivir y a no morir.
Para
él, lo dice en su diario, el tiempo es el que consuela, apacigua y
cura. Es la vida la que en primer lugar se defiende. Resistir es
mantenerse a flote desde el dolor, algo que ya lo vio claro Stendhal:
«Un
medio para consolarse es mirar de cerca el propio dolor». Y en esa
verdad estampada en su cuerpo al haber visto tan cerca la muerte
escribe: “Y es que el dolor, no ya poético y espiritual, sino el
físico, ese que se te mete en los huesos durante interminables
semanas y contra el que nada pueden los calmantes, el que me enseñó
incluso a aislarme de mi cuerpo, es el maestro de la vida”.
Nunca
se sabe cómo vivir. Esto es algo que trasciende en su obra. La vida,
para Campos
Reina,
es algo que hay que inventar. No hay un único sentido que dé razón
de lo que es vivir. A diferencia de lo que es el mundo, la vida no se
hereda, no es algo que a uno le venga dado, al contrario, hay que
darse a sí mismo una forma, y no hay formas puras. Es lo que el
propio escritor se insinúa en estos versos de su poema Del
ser:
“Estoy en el secreto de las cosas,/ penetrado de luz,
desarraigado,/en la estela de magma palpitante/ que de la escoria
arrastra la ceniza”. En el diario también da muestra de ese
pálpito de manera constante, a través de las muchas lecturas de sus
autores preferidos: Dante,
Goethe,
Mann,
Camus
o Gil-Albert,
a los que evoca de continuo. “Cuando escribo –dice en una de las
entradas–, hasta la desmesura debe partir de mi estética, de mi
irracionalidad, de mi sentimiento... Los círculos concéntricos en
mi entorno configuran el proyecto de mi obra”.
Lo
que el lector encuentra dentro de los tres volúmenes de Parques
cerrados
es un amplio marco literario, tres piezas exquisitas que conforman la
condición humana de un autor enigmático, de extraordinaria lucidez
y versatilidad al que leer y escribir dan sentido a su existencia,
alguien implicado a quien cada momento de la vida se expone a
entenderse con su punto de vista, con la perspectiva que el mundo le
ofrece. Vivir para él es aceptar este movimiento, esta
transformación.
En
Parques cerrados
se percibe la sutileza de la observación de un escritor de estilo
depurado, meticuloso y elegante, capaz de contagiar el placer de la
lectura, el gozo de lo efímero, sus anhelos y éxtasis, pero también
el dolor y el abismo del discurrir del tiempo. Campos
Reina
pertenece a esa estirpe de escritores olvidados que cuando uno los
lee resultan inolvidables.
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