“La
playa, como el desierto, es un espacio desnudo, y es ese
despojamiento radical –antes que un mayor o menor índice de
primitivismo o de naturaleza– lo que la distingue de la selva u
otros emblemas canónicos de la virginidad. La diferencia no es tanto
natural como estética, o incluso de régimen de significación; que
la playa –es decir, esencialmente, un territorio compuesto de mar,
costa y arena– sea lacónica: la playa murmura y habla, sólo que
en ella fondo y figura, soporte y trazo, parecen indistinguibles,
como si estuvieran hechos de un mismo material y compartieran una
misma naturaleza”.
En
La vida descalzo
(Random House, 2020), de Alan Pauls
(Buenos Aires, 1959), un libro absolutamente personal que explora
desde el recuerdo las múltiples vertientes de ese lugar tan desnudo
y paradisiaco como es la playa, vamos a encontrar, en cada uno de sus
diez capítulos no numerados, trazos, observaciones y epifanías de
diversa índole, como esta que antecede entrecomillada, acerca del
significado personal y colectivo de la playa que el autor va tomando
en consideración. Los recuerdos de su infancia y juventud aparecen
aquí como foco principal del texto, retazos de un tiempo feliz, una
etapa importantísima en la que la memoria selecciona de manera
nítida aquello que se marcó a fuego en esos años trascendentales
de su vida. Con esta reedición de su obra publicada en 2006 el sello
Random House inaugura su biblioteca de autor.
Pauls
aborda esa parte de su biografía conectada con las playas de sus
recuerdos donde pasó muchos veranos. En el libro hay toda una
cartografía de vívidas playas, desde Argentina, Uruguay y Brasil,
hasta el litoral de Cuba, como son Villa Gesell, Pinamar, Mar del
Plata, Mar del Sur, Cabo Polonio o Copacabana en la costa atlántica,
y Cozumell en la bahía caribeña. En todas estas arenas pasó días
felices en los años 60 junto a sus seres queridos, en especial con
su padre que fue quien trató de ganarse su cariño ejerciendo de
compañero de viaje tras su separación. El libro comparte
fotografías de su infancia que asoman por cada capítulo a modo de
álbum narrativo de sus vivencias. “Vivir
en la playa exige una sola condición, y es misteriosamente
cuantitativa: exige sumarse”,
dice en una de las partes del libro en la que mejor explora la mirada
de los otros y la introspección respecto a las múltiples maneras de
disfrutar del sol, de la brisa marina, de las sensaciones que
producen la arena y la sal.
A
lo largo del libro, el factor playa es el medio que tiene el autor
para analizarse como individuo y su relación con ese hábitat. En
ese sentido, Pauls
ensaya con un lugar en el que la literatura no se ha detenido mucho
en su fuerza evocadora, mientras que el cine sí ha dado suficientes
muestras de filmar sus encantos. Dentro de estas circunstancias,
vemos un despliegue por parte suya de reflejar el mundo que quedó
tras de sí, los instantes de su niñez, la cercanía de su padre,
todo ello acotado, con cierta nostalgia, bajo el arco extenso de la
playa. El recuerdo es el hilo conductor y, como tal, representa un
papel primordial, no solo porque evoca ya un mundo perdido, sino que
recobrarlo es el propósito que como narrador se exige para sentir
que lo efímero se convierte en infinito y maravilloso si uno se
siente vivo.
Al
recordar todo ese trayecto vital, Pauls
reconstruye y examina, en apenas cien páginas, el cómputo afectivo
que tuvo y la carga emocional que quedó alojada en su memoria cuando
todavía la inocencia era un sueño en marcha y la vida atajos
inciertos por venir. Para ello, se limita a un escenario como la
playa, tan evocador y mítico, para “habitarla como objeto de
pensamiento”, y no tanto como espacio para comunicarse con la gente
que camina o se tira en la arena en busca de miradas y encuentros. La
playa, nos dice, es ese lugar en el que la ropa se ausenta para dejar
paso a la desnudez, la necesaria para sentirnos ligero, atento al
rumor de las olas y a nosotros mismos.
Pauls,
como buen amante del cine y las vanguardias, cree que la solvencia de
un guion o de un relato consiste en la eficacia del artefacto. Desde
esa perspectiva, La vida descalzo
es un artefacto bifronte, y me explico: por un lado se acomete como
una novela autobiográfica, por otro es, a su vez, un ensayo solapado
en el que la playa, protagonista como el propio narrador de la
novela, se presenta como campo de investigación y fundamento de
análisis. Por eso, puede que al lector el fraseo de subordinadas,
con el que el autor se vale en muchos pasajes, le obligue a modificar
su mirada, a corregir su ritmo y su atención cuando el texto deriva
intencionadamente a la esfera natural del ensayo.
La vida descalzo
es, en definitiva, un texto híbrido, una obra en la que el ensayo y
la novela fraguan una escritura íntima por donde transcurre un
recuento de experiencias que acaban con la presencia de un libro
entre las manos del narrador para “hacer lo único que quiere
hacer, quemarse los ojos leyendo”. Y en ese afán de revelarnos su
verdadera vocación de escritor, Pauls
pone fin a la obra con estas reveladoras palabras que funden todo su
sentir del ejercicio literario que entrega al lector: “quizá no
haya habido días en nuestra infancia más plenamente vividos que
aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con el
libro por el que más tarde, una vez que lo hayamos olvidado,
estaremos dispuestos a sacrificarlo todo”.
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