La
vida no transcurre como uno la imagina. El escritor, consciente de
ello, escribe porque algo arde dentro de él, porque algo no anda
bien en su fuero interno, y, también, porque en su memoria busca
ascuas que remover hasta encontrar el modo de escribir el relato que
necesita contar. Si la escritura es un puente, el río que pasa bajo
ella no es más que la vida transferida por su autor, que interfiere
en la nuestra con los hechos que cuenta o con la revelación de sus
palabras, con la intención de encontrar un síntoma, un rastro o un
espejo al que, quizá, hubiera preferido no asomarse para ver
reflejado allí una verdad ominosa que define la lógica secreta de
ese mundo en el que vive.
Ricardo Menéndez
Salmón (Gijón, 1971) es un
escritor que ha ido conformando, a lo largo de sus veinte años de
oficio, ese reflejo literario en su obra, marcado por un pulso
narrativo de destacada hondura ética y estética. Es autor de un
singular libro de viajes, Asturias para Vera. Viaje
sentimental de un padre escritor
(2010). Ha publicado un par de libros de relatos: Lo
caballos azules (2005)
y Gritar
(2007) y más de una decena de novelas, de las que sobresalen La
noche feroz (2006), La
ofensa (2007), La
luz es más antigua que el amor
(2010), Niños en el tiempo
(2014) o El Sistema
(2016), con la que obtuvo el Premio
Biblioteca Breve,
novela de ideas en la que compagina lo íntimo con lo político. En
todas ellas el estilo reflexivo y su aparente levedad son señas de
identidad que le distinguen como una de las voces narrativas actuales
más interesantes de nuestro ámbito nacional.
Llega
ahora al público con su novela más personal, No entres
dócilmente en esa noche quieta (Seix
Barral, 2020), la décimo tercera de su factoría, dedicada a la
memoria de su padre, un libro de tono crepuscular del que se vale
para desvelarnos su vida menguada, un panegírico narrativo que
cuenta también cómo con la muerte de un ser querido uno se sale del
curso del tiempo. Menéndez Salmón
nos entrega su libro más desgarrador y que mejor resume el binomio
que, para él, representa la escritura y la vida, una travesía que a
veces se tarda toda una vida en recorrer hasta que se llega a la
madurez, momento de aceptar que, aunque la literatura no nos salva de
nada, ni resuelve los verdaderos enigmas de la existencia, como el
dolor o la muerte, sin embargo sí colma la necesidad de recuperar
una ausencia importante, una catarsis para después hablar de sí
mismo.
¿Qué
tiene que haber en un libro confesional como este, en una novela de
no-ficción, o en una memoir,
como el mismo autor la denomina, para que verdaderamente nos atrape?:
necesitamos que haya verdad y buena literatura, sobre todo esto
último. Este es un libro extraordinariamente torrencial y
desgarrador que posee proximidad y anclaje en el seno familiar. Viene
a decirnos que un mundo sin padres no parece apetecible. Todo en el
libro es un intento de recuperar ausencias, silencios y diálogos
callados. Confiesa su autor en una entrevista que con su padre
aprendió que uno es un laboratorio de contradicciones. En el texto
deja claro que la muerte es un asunto prosaico, y por eso mismo tiene
que ser honesto con lo que ha ido fraguándose en su cabeza a lo
largo del tiempo, cuando la enfermedad se instaló en casa. Para
hablar de su padre no le vale con aspirar a «la
verdad de las mentiras»,
sino que deja claro que tiene que ir más allá en pos de «la
verdad de las verdades»,
como si el padre no fuera el suyo, un propósito difícil de mantener
cuando la proximidad de la muerte acecha y se aloja en la memoria
para siempre.
Cita
a Norman
Mailer
con estas palabras que recogen la tarea de escribir extraída de la
propia experiencia: «es la vida de la que no puedes escapar la que
te da el conocimiento que necesitas para crecer como escritor».
Menéndez
Salmón
no pretende con este libro más que desvelar su vocación de escritor
al propio tiempo que cuestionar su revés íntimo, como decía
Unamuno:
“hay que vivir de modo que la muerte sea una injusticia fuera de su
ser”, y así lo hace sentir cuando escribe sobre la enfermedad y
muerte de su progenitor, tanto con su dolor corporal como el que
proviene fuera de su ser. Escribir sobre todo ello no lo llevará a
resolver su desasosiego, pero sí que pone al lector de su lado para
entenderlo, como si acudiera a aquello que decía Antonio
Machado
en uno de sus proverbios de que sabemos que los vasos son para beber,
pero que no debemos olvidar para qué sirve la sed: la vida es drama
y contradicción, y en ningún caso un lugar inerme apto para el
conformismo.
Estamos
siempre convocados a narrar, dice Piglia.
De siempre se han contado historias de pérdidas y se seguirá
haciendo. La literatura se ocupa de que nunca falte ese cauce para
mostrarnos la complejidad del mundo, no desde una atalaya, sino a
través de los ojos de sus narradores, capaces de contarnos lo
inefable. Si algo caracteriza la lectura de este libro son los
sentimientos que subyacen en el narrador de esta historia personal y
familiar en la que viene a decirnos que: vivir no es más que
acostumbrarse a perder y asumir que lo que nos ocurre en la familia y
en la vida nos moldea y cauteriza, y percute en las decisiones
individuales.
Por
eso, cuando uno lee algo literariamente bueno no puede decir que
escapa de la realidad, sino todo lo contrario, que se sumerge más
hondamente en ella. La lectura y la vida no están separadas, son
simbióticas, conjuran la realidad. No
entres dócilmente en esa noche quieta
contiene páginas memorables para comprobarlo, es un libro que goza
de altura y profundidad, las propias que la literatura decanta cuando
se pone el alma entera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario