El
pasado sábado, día 22, falleció el escritor aragonés Javier
Tomeo (Quicena, 1932 – Barcelona, 2013), maestro del cuento y
de un mundo de criaturas extrañas. No pretendo ofrecer una
necrológica, ni algo parecido a un obituario periodístico. De esto
hablaron la mayoría de los rotativos españoles días pasados. Juan
Manuel de Prada dijo en ABC, en su habitual columna, que
el rostro del escritor maño era “totémico, con algo de ariete
embestidor y algo de mascarón de proa”,
para concluir con su semblanza descubriendo un anhelo de ternura en
ese rostro, “como suele ocurrirles a los ogros buenos”. A
mí, de forma similar, se me antoja que Tomeo representa un
rostro poliédrico, que podría haber nacido en la isla de Pascua,
misterioso y protuberante. En El País, en la página dedicada
a las esquelas, se escribió que Tomeo forjó un estilo
personalísimo, del absurdo, del regusto kafkiano. Juan
Casamayor, de Páginas de Espuma, recordó en El
Heraldo de Aragón al desaparecido Javier con palabras
como: “Hay escritores, como sus criaturas, que caminan sobre los
márgenes, subterráneos. Hay escritores que prefiguran su universo
desde las esquinas... Y uno, como editor se cruza con ese gigante,
habiendo tenido la suerte de ser su lector antes que cualquier otra
cosa”. Jorge Herralde, presidente de Anagrama,
afirmó que “Tomeo fue un novelista considerado
“de culto”, con un número de lectores muy fiel y que contaba con
las mejores críticas literarias”.
Dicho
lo anterior por voces tan acreditadas del panorama literario
nacional, yo me uno, pero desde el homenaje particular de un lector
fiel a su producción artística. Para mí, Javier Tomeo fue
un feliz hallazgo desde que leí El castillo de la carta
cifrada. Después vinieron otras fábulas como La
rebelión de los rábanos o Cuentos perversos,
sobre hortalizas y criaturas solitarias. Y otras tantas, más tarde.
Pero de forma especial llegó Historias mínimas (Editorial Anagrama), quizás la obra más entrañable y a la que Tomeo
más arropó en vida, y que subtituló como Microteatro
psicopático. Son cuarenta y
cuatro psicodramas. En estas escenas, a modo de teatro, el escritor
de Quicena despliega su universo. Todas sus criaturas se desparraman
para mostrar lo atávico y lo antisocial que llevan dentro, sobre todo, lo
que tienen reprimido. Y así desfilan por sus páginas curiosos
personajes de circo, extraños animales, sucesos en vagones de tren,
relatos mínimos en la inmensidad del mar y otras inquietantes
criaturas “nacidas,
como diría Tomeo,
en la infinita grisura del realismo social”.
“En estas páginas está su esencia,
dice Andrés Neuman
sobre Historias mínimas,
y añade: Primero te ríes a carcajadas y luego te quedas
pensando de qué te ríes”. El
humor negro de estos relatos mínimos ocupa un lugar predominante en
todo el texto. Un festín divertido e inquietante, donde los
personajes juegan con el absurdo. Unos protagonistas solitarios,
perdedores, que salen a escena y, mayormente, hacen mutis por las
bambalinas de un teatro fingido.
Historias
mínimas es el trabajo más
genuino suyo, porque en él se muestra claramente el universo contradictorio del autor de Amado
monstruo, y es aquí donde lo
animal y lo raro se humanizan. El gran tema monográfico del escritor aragonés es la incomunicación
y la soledad del individuo. Ahí afloran las angustias de sus
protagonistas excéntricos: el miedo al otro, la fobia al sexo y a la
muerte.
Sin
vida no hay literatura, sin ironía no existe la farsa, ¿y sin
Javier Tomeo?
No sé si a partir de su ausencia sus lectores, ahora huérfanos,
encontraremos otros seres literarios tan extraños y queridos como
los suyos. Quizás lo superemos volviendo a leer su universo póstumo.