jueves, 19 de diciembre de 2013

¿El sentido de un final?


De todo el arsenal literario que he leído de Julian Barnes (Leicester, 1946) hay dos obras que me causaron un impacto por encima del resto de su producción: El loro de Flaubert y Arthur & George. La primera de ellas supuso para mí el descubrimiento del escritor británico y, sobre todo, el deslumbramiento como autor, con una novela tan literaria y deliciosa como ésta. Sobre la segunda, publicada veinte años después, Barnes vuelve al territorio fértil que ya exploró con Flaubert, pero cambia de perspectiva, con una versión astuta de la vida del gran escritor Arthur Conan Doyle, defensor de causas perdidas. Dos libros brillantes y entretenidos que resumen mi devoción por este escritor tan bien considerado y distinguido en la narrativa inglesa de las últimas décadas.

Ayer, mientras hojeaba las novedades en una librería me fijé en los último libros del sello Anagrama, no me resistí a llevarme el Premio Man Booker del 2011, El sentido de un final. De manera que, como hacía tiempo que no leía nada del británico, por la noche, comencé la novela de Barnes con una mezcla de interés y entusiasmo. Hoy, por la mañana, la acabé con sensaciones contradictorias.

El sentido de un final es una historia narrada en primera persona, que cuenta la vida insulsa de su protagonista, Tony Webster. En la primera parte de la novela el narrador rememora, ya jubilado, su trayectoria vital y sus vicisitudes desde su infancia, juventud, sus amistades y escarceos amorosos, matrimonio y divorcio, hasta concluir en la soledad actual sumido en la mediocridad en la que se encuentra. En la segunda parte, la narración da un giro inesperado, promovido por una herencia misteriosa que Tony recibe, que traerá al presente un oscuro acontecimiento ocurrido en el pasado y que le acarreará remordimientos y desasosiego: Sara Ford, la madre de Verónica, su primera novia, le ha legado un sobre con un manuscrito y la cantidad de quinientas libras. A estas alturas de la novela, el lector se ha mantenido en el lugar que tenía que estar, como observador discreto de las andanzas del narrador, pero, a partir de este momento, el suspense reactiva al lector y le confiere un papel más activo y se convierte en la sombra de Tony Webster, que retrocede su mirada en el tiempo para despejar las interrogantes que el destino le ha deparado.

Barnes, por medio de su protagonista, hace un diagnóstico del recuerdo y la memoria para poner en entredicho que la memoria no es lo que creíamos que habíamos olvidado. No, –añade– el tiempo no actúa como un fijador, sino más bien como un disolvente. Y es aquí donde se nos desvela el gran secreto que cambió para siempre el devenir de los hechos y el destino de su mejor amigo. Llegado a este punto de inflexión, el texto se rasga, en cierta medida, con un desenlace poco creíble y bastante artificioso. No puedo afirmar que El sentido de un final sea una obra malograda, pero considero que no está a la altura de otros logros brillantes a los que nos tenía acostumbrado el escritor inglés. Lo que no nos impide que destaquemos la intensidad de la narración y, especialmente, el tono reflexivo y moral que encierra el texto. Una historia sobre la conciencia y el mal en el ámbito del individuo que llega hacia el final de la vida pero sin posibilidad de repararla. En definitiva, una novela introspectiva que desvela el recuento de una vida.



Que Julian Barnes es un escritor prestigioso es incuestionable, como también que es un autor versátil y arriesgado al que le gusta explorar en profundidad el alma humana, pero en esta ocasión sucumbe a la tentación de acomodarse a un desenlace narrativo blando. A pesar del tropiezo de El sentido de un final, habrá que seguir con interés sus próximas creaciones.

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