Así
llamaba el arrogante Premio Nobel de Literatura Camilo José
Cela (Iria Flavia, La Coruña,
1916 – Madrid, 2002) al viejo Baroja.
Pero en esta ocasión, el lenguaraz escritor gallego lo hacía con
cariño, respeto y devoción. Cela
no tuvo reparos en admitir públicamente que, entre los varios
maestros que tuvo, la figura de su admirado Baroja,
el oso vascongado, como le gustaba también nombrarlo, ocupaba un
lugar predilecto en su trayectoria literaria. Y esto no fue una
declaración puntual y grandilocuente del autor de La
Colmena, sino que jamás
quiso olvidarse de él, como se refleja en muchos textos y artículos
que redactó sobre el creador de Las inquietudes de
Santhi Andía. “Un
pionero y maestro del género narrativo, el último gran novelista
español que sigue vivo en la memoria de sus lectores”, estos
fueron algunos de los elogios encendidos que Cela
pregonaba a cal y canto tras la muerte del escritor vasco.
La
editorial Fórcola acaba de publicar un hermoso libro sobre los
distintos textos que Cela
firmó sobre Pío Baroja,
una cuidada antología preparada y seleccionada por Francisco
Fuster bajo el título de
Recuerdo de Don Pío Baroja,
donde se recogen semblanzas, artículos de opinión, anécdotas y una
entrevista, también, muy reveladora y curiosa sobre los gustos
artísticos del escritor donostiarra.
Para
el mundo de las letras y, especialmente, para los lectores
barojianos, la figura de Don
Pío,
más allá de ser un escritor enorme e intemporal que se lee mucho o
poco, es, sobre todo, un mito. Este librito viene a constatarlo de
una forma testimonial, porque para llegar a ese estadio, Baroja
no precisó exponerse a la vista de todos. “Es el arquetipo de
individualismo a ultranza –subrayaba Cela–,
un hombre distante que ve el universo desde su atalaya”. Pero no
solo eso, sino que “ignora el mundo físico de los demás –añadía–,
porque su inmenso y diáfano mundo literario le permite vivir sin
él”. En ese sentido, Cela
no le tuvo en cuenta al maestro que veneraba que este declinara
prologar su novela La
familia de Pascual Duarte.
Su rechazo nada tenía que ver con la calidad de la obra, sino con la
censura. El viejo escritor le espetó sin miramientos: “yo no le
hago el prólogo, yo no tengo ganas de ir a la cárcel ni con usted
ni con nadie”. Camilo
siempre demostró ser un incondicional de Baroja,
incluso escribió una carta al rey de Suecia promoviendo su
candidatura al nobel de literatura. De joven fue un asiduo visitante
de la casa de Ruiz de Alarcón, su última residencia. Allí también
veló su féretro junto a Hemingway
y a otros fieles allegados y, el 31 de octubre de 1956, cargó a
hombros con sus restos camino del cementerio.
Pío
Baroja,
como escribió su sobrino Julio
Caro Baroja,
creía que la vida, empezando por la suya propia, aparte de ser una
cosa amarga y dura, era irreductible, contradictoria, llena de vacíos
y fiascos. Para él, la acción podía, en algunos casos, darle
sentido a la vida, en cambio, la razón, casi nunca. Ante la muerte
mantuvo una actitud siempre fría y distante, como una servidumbre
más de la existencia. Julio
agradeció a escritores como Cela,
González-Ruano,
Pérez Ferrero
y otros la devoción inquebrantable que sintieron hacia su tío.
Recuerdo de Don Pío
Baroja
encierra un compendio de opiniones y semblanzas que Camilo
José Cela
desplegó sobre el autor de Desde la última
vuelta del camino,
y, aunque hay opiniones y párrafos que se repiten en algunos de los
textos escogidos, algo común en el escritor gallego que echaba mano
de ellos sin menoscabo, ni reparo, en nada desmerece su valor
literario e histórico. Cela
desgrana, por activa y por pasiva, su gusto y adicción por la obra
barojiana, desvelando sus secretos estilísticos y el espíritu
individualista e indomable que el escritor vasco siempre imprimió a
las historias de sus novelas, ese valor tan suyo henchido de
sinceridad y autenticidad. La novela de Baroja,
a pesar de su estilo desaliñado, funciona, y, como decía Antonio
Machado,
no se le cae a uno de las manos, porque el lector descubre que los
personajes hablan por su cuenta y se hacen dueños de la historia.
Cela
fue un continuador de esa estirpe de escritor de raza, egótico y
displicente, quizá el último bastión del espíritu novelesco del
98, algo que llevó con desparpajo y nunca disimuló en vida.
Cuando
uno descubre una nueva publicación en torno al autor que admira,
como es el caso de este entrañable viejo cascarrabias, se da cuenta
de que aquellas lecturas adictivas que inició hace ya mucho tiempo,
como El árbol de la ciencia o
Las noches del buen retiro,
no fueron en balde, porque lo que nos contaba tenía alma y acción,
vida e historia: Literatura, con mayúscula, y eso inevitablemente es
lo que lo convierte en un escritor memorable e inmortal. [Reseña
núm. 250]
No hay comentarios:
Publicar un comentario