El
28 de julio de 1914, después del asesinato del archiduque Francisco
Fernando, el Imperio
Austro-Húngaro le declara la guerra a Serbia. Rusia, defensora de
los países eslavos, se alía con Serbia. En consecuencia, el 1 de
agosto, Alemania ingresa en el conflicto contra Rusia, que tiene a
Francia e Inglaterra como aliados. Los extraños engranajes de estas
alianzas de las potencias mundiales conducirán a las naciones a
sangrientos ultimátum que acabarán, como sabemos, en una espantosa
y cruel guerra en Europa.
La
guerra no es un accidente: es un resultado. Nunca se mira demasiado
atrás para indagar sus causas. “Ha habido tantas plagas como
guerras –decía Albert Camus
en su novela La peste–;
pero tanto las guerras como las plagas siempre toman por sorpresa a
la gente”. Al escritor francés Jean Echenoz
le bastaron noventa y ocho páginas en 14,
una de sus últimas novelas, para
rastrear cuatro años de conflicto y condensar en un relato
conmovedor lo que supuso, entre tanta pólvora y muerte, aquella
contienda estúpida, que se inició en 1914.
La
editorial Fórcola rescata para su Colección
Siglo XX las crónicas
seriadas, publicadas por Rudyard Kipling
(Bombay, 1865 – Londres, 1936) en el rotativo inglés Daily
Telegraph,
una colaboración propagandística surgida como adhesión firme del
escritor a la Administración británica ante la amenaza arrogante
alemana, desde las trincheras francesas y desde las altas montañas
italianas.
Crónicas de la
Primera Guerras Mundial
resume el clima y también el escenario de una contienda desde el
lado de los aliados, que resisten los embates del ejército alemán,
de la mano de un prestigioso escritor, ejerciendo de corresponsal de
guerra. En cada artículo, todo tiene sentido y resonancia, y así,
en cada reportaje Kipling
se esfuerza por desplegar todos los recursos de su talento y de su
fama para fortalecer la moral de los combatientes en el frente. A él,
un hombre de otra generación, que había vivido unos tiempos en que
la guerra era también una aventura y el imperio un destino, nadie
tenía que convencerle de que del lado de la comunicación también
se combate y se ganan guerras. Tuvo que sobreponerse a la desgracia
de perder a sus dos hijos, especialmente a John,
muerto en 1915 en el campo de batalla francés de Loos, y al que
animó a alistarse en el Ejército británico para luchar contra la
perfidia teutona. Estas circunstancias adversas lo impulsaron a
escribir con mucho dolor aquellos versos tremendos que todavía
perviven en la memoria histórica: “Si alguien pregunta por qué
hemos muerto, / decidle que porque nos mintieron nuestros padres”.
El
libro está estructurado en dos partes: Francia
en guerra
(1915) y La guerra
en las montañas
(1917), dos escenarios equidistantes en el tiempo y en el espacio,
por donde se despliega la voz atemperada de Kipling,
que se ciñe a extraer de aquellos infiernos el espíritu moral y
combativo de los soldados, más que a relatar los episodios
dramáticos y encarnizados que se suceden en los barracones con el
estallido de las bombas enemigas.
Una
de las virtudes salvadoras –subraya Ignacio
Peyró
en el excelente prólogo del libro– que encuentra Orwell
en el carácter de Kipling
es el “sentido de la responsabilidad” que adoptó sin ambages
como principio rector de su presencia pública. Así que, llegada la
hora de la Gran Guerra, esa oportunidad iba a transformarse en
compromiso, y a ello se dedicó con empeño y entrega, pero también
hostigado por un fuerte sentimiento de culpa, que le duró hasta sus
últimos días, a causa del fatídico final de su hijo.
Estas
crónicas, traducidas bajo el cuidado de Amelia
Pérez de Villar,
no responden al entusiasmo literario de un hombre de letras, sino a
un compromiso moral de un afamado escritor dispuesto a salvaguardar
los valores supranacionales en los que cree. La vida de Kipling
se
divide en dos actos, viene a decirnos la voz autorizada de Alberto
Manguel:
el primero, brevísimo, ocupa los primeros seis años de su infancia;
el segundo se extiende hasta su muerte, en 1936.
La
obra del creador de El hombre que pudo reinar
ha tenido variada fortuna: exaltada en su juventud, criticada después
de su muerte, ignorada durante varias décadas, y siempre expectante,
aguarda pacientemente dar entrada a un mayor número de lectores.
La
historia personal, la trayectoria política de todo escritor de tanta
proyección literaria como la que él gozó en vida, suele otorgarle
al personaje público que representa cierta calidad infame o heroica.
Los libros, en cambio, se ocuparán de salvaguardar su fama.
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