Joan-Carles Mèlich
(Barcelona, 1961) es licenciado en Filosofía y doctor en Filosofía
y Letras por la Universidad Autónoma de Barcelona. En la actualidad,
ejerce de profesor titular de Antropología y Filosofía de la
Educación. Es autor de un buen número de obras ensayísticas sobre
filosofía, ética y educación. Su pensamiento filosófico transita
sobre todo en torno a la cuestión ética. Su obra, en gran medida,
gira sobre las diversas formas en que se presenta la filosofía,
especialmente, en su expresión simbólica, mítica y ritual. La
educación es un campo fundamental en su quehacer docente y uno de
los temas más significativos de su obra, así como la memoria y el
testimonio. Entre sus publicaciones destacan La
educación como acontecimiento ético
(2000), Filosofía de la finitud
(2002), La lectura como plegaria
(2015) y, también, La prosa de la vida
(2016).
Con
su nueva propuesta, La sabiduría de lo incierto
(Tusquets, 2019), Mèlich
incide en el valor de la lectura y la felicidad de leer. Nunca
nacemos huérfanos, dice al respecto. Y lo explica afirmando que
traemos con nosotros mismos una biografía conformada por voces y
relatos anteriores a nuestra existencia, una biografía literaria:
“No podemos dejar de ser herederos, venir al mundo es recibir una
herencia literaria, una herencia narrada, la herencia de una
biblioteca”. Es más, y esto es algo que se percibe a lo largo de
todo el texto, hay un denominador común que se subraya: “los
libros también nos leen a nosotros mismos”. La lectura, viene a
decirnos, no nos dará sobreabundancia, sino más bien vinculación.
Y tal vez por eso nos deja entrever que nunca aprendemos a leer,
porque leer lleva una vida.
Mèlich
es un filósofo, pero también un escritor en busca de la eficacia de
la palabra, con la misma pasión de desarrollar una idea que de
volcarla a través de las palabras necesarias. Y en este sentido,
prefiere el texto fragmentario donde desplegar mejor el soplo
semántico de sus ideas que la retórica extensa del tratado.
Prefiere el ensayo acompañado de la estética de una prosa clara y
porosa que cualquier otro estudio alambicado o metafísico. Lo que el
lector del libro va a comprobar es que el autor le habla con
proximidad de la lectura como experiencia vital, es decir, cómo esta
incide en lo concreto, cotidiano y corporal de nuestra condición
humana. Y añade que, cuando el placer de leer, el placer estético,
su deleite sensual y emotivo llegan a quien cultiva la buena lectura,
la recompensa es maravillosa, de una satisfacción intelectual útil,
fecunda.
De
alguna manera, hay un déjà
vu de la lectura, como
dice Antonio Basanta:
ese reconocerse en una palabra, en una frase, en una descripción, en
una idea. Como si ese sentir de lo que se cuenta en lo leído lo
hubiéramos experimentado ya nosotros de una manera vaga e
inconcreta. Y así, conforme vamos avanzando en el libro, esa
sensación no se pierde, porque hay un empeño decidido del autor de
que no despeguemos de una de las tesis fundamentales del texto: la
lectura ligada a la curiosidad como parte importante en la búsqueda
del conocimiento. Pero también subyacen dos asuntos muy ligados
entre sí, una doble pregunta que fundamenta la lectura: ¿Por qué y
para qué leer?
“Leemos
porque leemos”. El reino del lector no es el reino de la identidad
sino el de la metamorfosis. No se lee, nos dice Mèlich,
esperando obtener la respuesta de quiénes somos, sino para ver lo
que nos pasa. Todos los que amamos los libros sabemos que no leemos
para tratar de ser mejores personas, sino para ser más, o para ser
de otra forma. Es decir, que al leer un libro lo que esperamos
encontrar en él es nuestra propia vida. Aún más, no queremos tener
una sola vida sino muchas vidas. Y los libros hablan de nuestros
deseos: “Al lector le puede sobrevenir lo mejor o lo peor. Siempre
que abrimos un libro o que volvemos a él, siempre que lo recordamos,
surge una inquietud: ¿qué va a pasar ahora? La respuesta es la
misma: lo ignoramos”.
La
primera parte del libro gira en torno a esa idea de la herencia de
una biblioteca que viene conformada por la tradición transmitida del
recuerdo vivo de las narraciones y de los hechos y personajes que se
han ido incrustando en nuestra piel, podríamos decir, poblada de
símbolos, llena de resonancias, de referencias de autores clásicos
como Platón,
Descartes, Montaigne,
Dostoievski, Kafka,
Zweig y otros muchos
de lecturas venerables, como así las designa el autor. En la segunda
parte, el enfoque se orienta hacia la condición lectora y, por
tanto, más centrada en la interpretación y en lo no dicho. Es
necesario subrayar, como indica el autor, que lo no dicho es tan
importante como lo dicho, que la lectura no se limita a ver lo que
dice el libro, sino también a vislumbrar lo que no está en él
escrito. Es lo que viene a confirmar otra de las tesis que sostiene
el libro: toda lectura inquieta porque abre un universo de
incertidumbre.
Podemos
afirmar que La sabiduría de lo incierto
es también un compendio aforístico entretejido dentro de un trabajo
ensayístico bien armado, rebosante de alegría y perspicacia,
inteligente, jugoso. Un libro que provoca una profunda reflexión
sobre el valor de la lectura y sus entresijos, no como poder, sino
como ámbito de aprendizaje e interpretación en el que el cuerpo se
implica, como se dice al final del mismo: “porque leer es
acariciar, y la caricia no sabe lo que busca; espera, pero no sabe lo
que espera”. El resultado de su lectura confirma que estamos ante
un libro ameno, convincente y oportuno.
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