La
literatura española de este siglo tiene en Sergio del
Molino (Madrid, 1979) a uno de
sus talentos más prósperos, sólidos y brillantes. En poco menos de
cinco años, su creación literaria ha dado títulos trascendentes,
de mucho calado y eco, tanto en la crítica como en un amplio sector
del público lector. Libros como La hora violeta
(2013), un testimonio conmovedor y hermoso, escrito con una prosa
tersa y punzante, donde se narra una historia de amor y de luto, o
como el que vino inmediatamente después, Lo que a nadie
le importa (2014), otro
testimonio de ámbito familiar, bellamente contado, un relato entre
la memoria y la autoficción que desvela toda una metáfora sobre el
silencio de los supervivientes de una generación marcada por la
Guerra Civil, han hablado por sí mismos del oficio literario tan
asentado y maduro que profesa este joven autor.
En
esta línea narrativa de no ficción tan propia suya, Del
Molino da turno a su nuevo
libro, La mirada de los peces
(Random House, 2017), una historia que justifica a la literatura como
retrospección, como medio de ponderar la vida pasada desde la
experiencia personal y colectiva. Aquí en esta novela no está sólo
la voz de Antonio Aramayona,
un activista beligerante, un profesor carismático y reivindicativo
que representó la vanguardia en pos del derecho a una muerte digna y
de la defensa a ultranza del laicismo y de la educación pública, ni
tampoco la voz del narrador que rescata su vida y mensaje, sino que
también se expone la voz de un colectivo que exhibe los asideros de
su realidad, gente joven que habita un espacio intentando dar sentido
a sus vidas precarias e inciertas.
Del Molino
pone historia y geografía a su novela bajo la moral implícita de
Aramayona, profesor
suyo de instituto en Zaragoza, para trazar un tiempo generacional e
interpelarlo a través de la figura y de los ideales de este hombre
cabal y comprometido socialmente. Y como toda historia, La
mirada de los peces trata
también de detalles, luchas de una u otra clase que terminarán,
como le ocurre a tantas otras historias, en victorias y derrotas
simultáneas. Todo se dirige a un final, a una determinación que
exige un resultado. A todo final de una novela, y esta no es menos,
se le confiere una suerte de libertad que la vida acostumbra a
negarnos obstinadamente.
Para
el escritor aragonés sus novelas surgen del pozo de la experiencia
vivida, y desde ese imaginario personal construye su inventiva. La
tarea del escritor, como diría Susan Sontag,
es hacernos ver el mundo tal cual, desde su óptica, lleno de muchas
reivindicaciones diferentes, papeles y vivencias. En este sentido,
Del Molino es un
excelente promotor de estas prerrogativas literarias. Aunque, por
supuesto, la tarea más importante del escritor sea escribir bien, no
se queda sólo ahí, sino que precisa la complicidad del lector,
hasta el punto de que este es el que determina si lo que lleva entre
manos merece la pena o conviene abandonarlo. Un buen narrador como él
sabe que no se escribe para uno mismo, sino para otros y, por tanto,
cuida de acaparar la atención del lector para que reflexione sobre
ideas y problemas morales: sobre lo justo y lo injusto, lo mejor y lo
peor, la vida y la muerte, lo lamentable y lo que inspira alegría e
ilusión. Detrás de La mirada de los peces
hay un narrador serio que tiene muy en cuenta los problemas morales
de un modo práctico. Relata una historia, narra unos episodios para
evocar una común hermandad con la que poder identificarnos, aunque
las vidas expuestas puedan ser distantes y ajenas a las nuestras.
“La
literatura casi nunca consiste en hacer literatura”, subraya con
cautela el narrador (autor) en el primer párrafo del segundo
capítulo, para después, en el siguiente capítulo, advertirnos que:
“la vida se vuelve insoportable si no se pone en forma de novela”.
La nobleza de las reflexiones dispuestas en estas citas, y en el
conjunto de la narración, encaja perfectamente con la nobleza del
estilo directo que la impulsa. Estamos ante una pieza narrativa que
da una idea novedosa de una vida interior plagada de ambiciones,
interrogantes y libertades, frente al canon establecido de la
sociedad estática y conformista española de aquellos años finales
del siglo pasado y principios del siguiente. Declara el autor: “no
me interesa la dimensión política del personaje, pero sí me
intriga la forma en que la disfrutaba”, (pág. 117). En cambio, la
muerte sí le interesa y mucho, “porque las muertes nos son propias
y todas las muertes de los que queremos son también la nuestra”,
(pág.197).
Sin
duda, Sergio del Molino
nos entrega la novela más desnuda, más política y más
comprometida socialmente de su producción. La piedra de toque para
esta afirmación también se halla en el lenguaje utilizado. No hay
rastro en el texto de ningún escrúpulo lingüístico, de tal manera
que la autoficción discurre con maestría probada por ese
relativismo de verdad y admiración por quienes enseñaron a mirar el
mundo de otra manera, y por el sentido de análisis basado en la
experiencia vivida. La vida son dilemas y hay que resolverlos de
alguna manera, se dice en sus entrañas, y no puedes inhibirte, ya
que estos son insoslayables.
La mirada de los peces es un testimonio resuelto con eficacia, un relato generacional contundente, a la vez que tierno, que no escapa de la controvertida interpretación de la realidad, de sus hipérboles y espasmos, y de la porosidad de los recuerdos que convergen en un diálogo de la memoria con los latidos del presente.