lunes, 30 de noviembre de 2015

Un remake incendiario

Decía Nabokov, en uno de sus muchos ensayos dedicados a la creación literaria, que, a la hora de ponerse a leer un libro, cuando tomemos asiento en nuestro rincón favorito del salón, después de apartarnos de las preocupaciones que nos puedan distraer, debemos dejar nuestra mente en blanco para entregarnos a su lectura. “Si vamos a leer –advertía–, hagámoslo con la médula espinal”. Al fin y al cabo se trata de colocarnos como espectadores ante un escenario en el que el escritor desarrollará una historia para engatusarnos, para vivirla desde nuestra perspectiva, saborearla en sus variados matices, disfrutar de su relato o, sencillamente, cuestionar su valía.

La reciente novela de Marta Sanz (Madrid, 1967), que viene con el galardón del Premio Herralde de Novela, nos propone dejar, del mismo modo, nuestra mente a un lado y trasladarnos al mundo insólito que conforma el teatro más allá del escenario. Farándula (Anagrama, 2015) es una historia sobre la resistencia y los miedos de los actores a perder el lugar en el cartel de la fama, ese espacio inerme y solitario, tan equidistante entre la cima y el derrumbe. El mundo de los actores es un universo al que la autora madrileña le gusta volver. Ya lo hizo con su anterior novela Daniela Astor y la caja negra (2013), editada también en Anagrama, en la que hablaba de la época del destape del cine español. Ahora, con Farándula, despliega una historia sobre los actores de teatro, un remake literario de aquella pieza magistral, Eva al desnudo, pero en versión española. Natalia de Miguel aspira a convertirse en actriz y alcanzar la fama en los escenarios. En ese empeño, se las ingenia para introducirse en un grupo de actores de teatro y hacerse amiga y confidente de Ana Urrutia, gran dama del teatro, mujer de armas tomar, ya anciana y decrépita. El deseo de actuar y las ambiciones desmedidas de la joven promesa la consumen hasta el punto de estar dispuesta a lo que sea con tal de escalar hacia el éxito. Daniel Valls, estrella internacional, entra en escena y es quien adivina lo que se esconde tras su dulce apariencia, solo él es capaz de ver y valorar lo que mastica esta desafiante Eva. En ese trayecto pedregoso se cruzarán otros personajes como Valeria Falcón y Lorenzo Lucas, ella una actriz consagrada y curada de espantos, él un actor libertino y frívolo perdidamente enamorado de Natalia.

Farándula, como todos los libros de esta interesante escritora, lleva su sello, ese tan divertido y crítico, de claro contenido ideológico, que no oculta las mezquindades del sistema. Marta Sanz despliega su talento para ofrecer al lector una meticulosa observación del mundo del teatro desde la perspectiva de sus personajes. Lo que no se ve en el espectáculo es lo que trasciende, la desnudez fuera de escena de los actores, sus anhelos, sus fracasos. Este libro interviene en la realidad y formula preguntas, aunque muchas de ellas no tengan por qué responderse, en todo caso, será el lector quien se ocupe de ello.

Sanz es una escritora puntillosa e intrépida que, a su vez, exige lectores arriesgados e impertinentes que completen el texto. Este afán crítico, tan propio suyo, viene de lejos en su trayectoria literaria, en especial lo encontramos de manera palpable en su libro de ensayos No tan incendiario (Periférica, 2014), un texto brillante y demoledor sobre la cultura y lo que rodea al mundo literario. Para ella, convencida de que toda cultura encarna un posicionamiento político, no desaprovecha el momento para afirmar por boca de un personaje secundario de Farándula que “el teatro hoy es más político que nunca solo por el hecho de seguir siendo teatro”, (pág. 216).

Todo lo que subyace en esta novela, políticamente incorrecta, es una metáfora del mundo del teatro, de esa farsa sociocultural, que no es más que otra impostura por donde discurre la precariedad y la incertidumbre que azotan no solo a este gremio, el de los actores, sino que también lo hace extensible a todos los sectores de nuestra sociedad.

Nada de esto es gratuito al referirnos al libro que acaba de firmar una de las voces más en forma del panorama actual de nuestras letras. Para Marta Sanz, que como todo buen artista no soporta la realidad, todo lo que nos rodea es escurridizo, por mucho que el mundo esté demasiado encima de nosotros, como diría Saul Bellow.

Lo que se cuenta y muestra en esta novela divertida y triste a la vez, de prosa ágil e incisiva, no es ni más ni menos que literatura comprometida con la realidad, aunque, en este caso, la ficción se instale en la banalización de la farándula y sacuda desde allí la médula espinal del lector-espectador. ([Reseña núm. 254]


miércoles, 25 de noviembre de 2015

Sin aspavientos

Para Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) la música siempre fue un reclamo y un poso inacabable de indagación, una inclinación irredenta que le llevó a ejercitar un periodismo crítico sin reservas en revistas ya desaparecidas, como Disco Express y El Musiquero. En 2009 publicó La nota rota, un libro de semblanzas alrededor de medio centenar de músicos de diferentes estilos y épocas. También estuvo vinculado al grupo CLOC, un elenco de artistas rebeldes con ínfulas surrealistas y provocadoras. Con la publicación de Los hombres intermitentes (2006), el escritor navarro inició una singladura de poemas en prosa donde encontramos una realidad biográfica y otra que surge de visiones y sueños. Irazoki reside en París desde 1993, y allí ha compaginado su vocación poética con la continuidad de sus estudios musicales y la crítica literaria. En la actualidad, colabora como crítico en el suplemento El Cultural del periódico El Mundo en la sección de poesía.

Con Orquesta de desaparecidos (Hiperión, 2015), Irazoki vuelve al poema en prosa con unos textos en los que conjuga la evocación personal con otros de corte más simbólicos y literarios. Por este libro, de insinuante título, desfilan recuerdos y afectos familiares, artistas y otros tipos singulares, casi todos ellos ya desaparecidos, que acuden a la memoria melancólica del autor. El libro consta de cincuenta y una piezas breves en prosa, pero de suspiro y cadencia poética, por donde discurren personajes queridos, mezclados con las inquietudes propias y el compromiso moral del poeta, en una época que forjaron su estética literaria y el mundo musical en el que siempre creyó de manera entusiasta, discreta y sin ambages.

En la primera pieza con la que arranca el libro, Zoki, como a él le llaman sus allegados y amigos, enarbola como principio suyo que: “la poesía no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”; un credo personal que no pierde cuidado en reiterarlo de otras maneras a lo largo del texto. En otra, Portal 2, evoca su traslado a Paris y los objetos y muebles que habitan en su pequeño estudio, especialmente la mesa fabricada por un pariente cercano: “Más que un mueble, mi mesa es una enseñanza”. Su infancia, juventud, los primeros escarceos amorosos o la bohemia de un tiempo en Madrid tienen resonancias nostálgicas en algunas otras piezas, como en la titulada El bosque asfaltado donde cuenta cómo pasó dos noches frías a la intemperie en un banco de madera de la capital. Más adelante continúa con fragmentos biográficos y evocadores de un tiempo en que el país sale de la dictadura y el entusiasmo general explota: “El libro y la risa eran los cuchillos con que queríamos partir unas semillas de cárcel llamadas identidades”, (pág. 48).

Por la senda de esta Orquesta de desaparecidos transitan escritores, seres queridos y músicos que se alejaron de la vida de Irazoki y a los que les dirige una “oración laica, sin templo ni dogmas”, una plegaria para todos ellos, que siguen estando presentes, desde la memoria y el recuerdo, en el sentir literario y musical de quien los evoca desde el corazón y el sentimiento, que no es otro que el de un hombre sentido y generoso con su pasado y con su presente, como así lo parece Irazoki, una persona sentimental y sencilla.

Jimi Hendrix, Charlie Parker, Thelonious Monk, Bach, Mozart, Pío Baroja, Quevedo, Octavio Paz, Cernuda o Ramiro Pinilla son algunos componentes de parte de este orfeón de desaparecidos que deambulan por las páginas de esta agenda poética. Pero en este cortejo de figuras no falta el acento de otras vivas y admiradas por el autor, como lo son Fernando Aramburu, escritor y amigo de vivencias y batallas conjuntas o Eloy Sánchez Rosillo, poeta que no participa en los campeonatos de dolor –según constata Irazokicapaz de transmitir la complejidad con expresión limpia.

Orquesta de desaparecidos es un libro breve de memorias escrito con la sencillez de un poeta apegado a los afectos, capaz de versificar, con una prosa pulida, el recuerdo y la nostalgia de lo que ha vivido: una existencia plural gracias a la compañía de otros muchos artistas.

Francisco Javier Irazoki ha firmado un texto hermoso y emotivo, una crónica particular y sincera de su generación, que cuenta en su haber con el tono sosegado que tanto agradece el lector cuando se trata de una escritura íntima y sin aspavientos. [Reseña núm. 253]


viernes, 20 de noviembre de 2015

Un vinilo literario

La música y la literatura han tenido a lo largo de los tiempos una relación que algunos denominan de incestuosa por aquello de que ambas salen de un mismo tronco, de esa impronta rítmica de inspiración mutua. El mundo del rock y el pop han flirteado a lo largo de su existencia con la literatura. Muchos temas instrumentales y canciones nacieron como evocación lírica y épica de autores inmortales de las letras. Bob Dylan, por ejemplo, fue nominado al Nobel de Literatura por su aportación poética a la música en los años sesenta. Jim Morrison, lider de The Doors, estuvo influenciado por los poetas malditos. Uno de los grupos más punteros de los setenta, Pink Floyd, marcó un hito discográfico con álbumes como Animals y The Wall, de carácter satírico, político y social influenciado claramente por Orwell. El rock trascendió el ámbito musical para convertirse en un concepto sociocultural, un movimiento popular para diferentes ambientes y capas sociales que originó una contracultura que todavía persiste, aunque ahora en menor grado.

Biodiscografías (Páginas de Espuma, 2015) es un libro en esa senda, pero a la inversa. Aquí lo que se cuenta proviene de una inspiración musical. La antología de relatos reunidas en esta obra, una reedición de la que se publicó en euskera en 2011, es un compendio de historias en torno a una evocación de una canción o de un álbum discográfico que tuvieron algún impacto en la biografía de su autor. Iban Zaldua (San Sebastián, 1966), es profesor de Historia de la Universidad del País Vasco pero, sobre todo, es un melómano irredento y un entusiasta coleccionista de vinilos de rock y pop. Lo que viene a contarnos el escritor vasco en los cuarenta y dos relatos breves que conforman esta antología no se entendería si no se prestara atención a la canción que viene anexa a cada título, ya sea rock clásico, pop, punk, grunge o rock sinfónico. El relato no existiría sin ese mar de fondo musical, aunque, ciertamente, la vida del autor y las apariciones de otros personajes de su entorno son los verdaderos artífices de su razón de ser.

Zaldua ha escrito un libro generacional de relatos que giran alrededor de la música de los 70, de los 80 y también de los 90, en un escenario en el que el nacionalismo radical vasco, muy reconocible, está muy presente en muchas de las historias narradas. La música que acompaña a una buena parte de estos cuentos tiene ese calado inconformista tan propio, en este caso, de la lucha ideológica identitaria. El fantasma del radicalismo aparece en alguno de los relatos escenificados en históricos conciertos celebrados en el Velódromo de San Sebastián. Hay historias políticas, íntimas y familiares contadas desde el recuerdo personal y la evocación rockera para conducir al lector al ambiente y al lugar exacto donde ocurre el hecho narrado, bajo la sintonía del vinilo que le acompaña, de la música que suena.

Por aquí suenan The Beatles, Génesis, Elvis Costello, The Smiths, Radiohead, The Beach Boys... y otros muchos grupos y artistas. Cada pieza narrativa está engarzada, como ya dije anteriormente, a un tema musical enunciado, como si se tratara de una banda sonora de un corto cinematográfico. A Zaldua le interesa que fluyan sus historias por determinados acordes para desvelar la emoción, el rencor, la ironía o la acidez de lo relatado.

Todo lo que suena por los surcos de este pick-up narrativo no es más que el devenir de la vida y sus contradicciones. En Biodiscografías se encuentran decepciones, conflictos familiares, custodias compartidas, enfermedades y anhelos, pero también hay mucha nostalgia y melancolía.

Iban Zaldua ha montado un artefacto músico-literario capaz de retratar una época de su vida y de revivir un tiempo pasado a través de un recorrido existencial, donde la presencia del pop y el rock le sirven para tocar algunos asuntos escabrosos y vivencias personales en las que el escritor donostiarra no sale bien parado.

Biodiscografías es algo más que un vinilo literario. Lo que escribe Zaldua no tiene nada de pretencioso ni es una sobreexposición de sus conocimientos musicales, eso, en todo caso, sería solo la carátula del libro. Lo importante va en su interior, en la ficción y el grafismo de sus historias, en las que se entrecruzan la autobiografía con el discurrir de la música pop, las relaciones personales con la historia reciente del País Vasco, todo ello bajo un escenario realista y un clímax incierto mientras la vida sucede y la música también hace lo propio. [Reseña núm. 252]


lunes, 16 de noviembre de 2015

Mascarada ingrata

A Juan Francisco Ferré (Málaga, 1962) le va la marcha sarcástica y perversa. Según dice el escritor Manuel Vilas, JFF es un autor de una moral incompasiva y de una invención cáustica. El malagueño formó parte de la Generación Nocilla, un término para algunos algo friki, por lo que prefieren denominarla mejor como generación Afterpop, movimiento donde la estética responde al exceso de simbolismo de la televisión. Las características literarias de esta generación, que se resumen en la fragmentación, la interdisciplina y un rechazo frontal a la literatura convencional, parecen tomar cuerpo en la trayectoria literaria del andaluz. En esa apuesta suya, radical, de entender la escritura, publica en 2009 Providence, una provocadora novela que obtuvo una buena acogida crítica aquí en España y en su edición francesa. Con Karnaval (2012) obtiene el Premio Herralde de Novela, una historia irreverente que fabula la crisis económica, la quiebra democrática y también la indignación de muchos.

Con su última propuesta narrativa, El Rey del Juego (Anagrama, 2015) nada se interrumpe en su estilo transgresor y heterodoxo que exige de un lector predispuesto a involucrarse en la tarea de participar en una aventura increíble y vertiginosa en donde el humor y el esperpento acudirán a su rescate como bálsamo. Esto ya se daba en sus últimas publicaciones, pero aquí, aún más. La novela arranca con unas citas apócrifas de escritores y personajes variopintos que opinan sobre la valía artística del libro y, a partir de este sorprendente preámbulo, el lector es empujado por un tobogán vertiginoso hacia no se sabe dónde. Lo que viene tras de sí es una concatenación de secuencias que no parece tener límites. Es entonces cuando la novela adopta, inevitablemente, un curso delirante que obligará al lector a adoptar sobre ella un punto de vista también delirante.

El Rey del Juego es el rey del desvarío y del sarcasmo, una pesadilla recurrente y grotesca. Cada capítulo llega siempre henchido de algo, el asombro nunca es pequeño, todo es disparatado en ese torbellino de la realidad por donde transitan los personajes. Axel Bocanegra, el protagonista y narrador de la historia, se embarca en un delirante viaje por las lindes de una España kafkiana, que viene de vuelta, con el rabo entre las piernas, eliminada del último mundial de fútbol, y en la que, en ese estrambótico trayecto, se proclama el estado de excepción como consecuencia de un atentado contra el rey, al mismo tiempo que se pone en escena a famosos personajes femeninos de la televisión. No faltan escenas y trifulcas de sexo y violencia a lo largo de muchos capítulos. Y esto no es todo, sino que para más enredo, la trama se sumerge en elucubraciones y teorías de la conspiración que resumen el totum revolutum de la actualidad política del país, a modo de una especie de teleserie en la que no faltan oprobios, peroratas y falacias.

Hay un enfoque cinematográfico y paródico en la narrativa de JFF que se repite en sus novelas, no le importa acudir a la tradición picaresca para reflejarlo con mayor énfasis o, incluso, como si rescatara de las portadas de la prensa un aluvión de referentes malévolos de famosos que se incorporan a sus párrafos más festivos para dar mayor diversión al lector, cada vez más sorprendido con la excesiva dispersión de la trama. Al fin y al cabo, esto último forma parte del espectáculo, ya que se trata de una osada apuesta a la que opta su autor.

El Rey del Juego es una novela ofensiva que ataca con displicencia a los dirigentes políticos: “En este juego –subraya el narrador– se puede ser todo lo paranoico que se quiera, pero lo que no se puede ser, bajo ningún concepto, es un gilipollas” (pág.139). Lo que aquí se relata es una mirada sarcástica de la “España profunda” y la “España superficial”, como se apostilla en uno de sus párrafos (pág. 172). Todo un show enloquecido y sicalíptico en donde no faltan perfidias morales y escenas pornográficas, propias de un videojuego erótico y pernicioso o un manga japonés.

Juan Francisco Ferré vuelve a sorprendernos con un nuevo artefacto literario, un derroche narrativo tan propio de su firma, con una prosa vigorosa y efectiva, de ritmo endiablado y desasosegante, sin respiro, sin tregua, incluso incorporando otros relatos dentro de la novela (un guiño cervantino) para aupar la deriva de sus personajes que deambulan hacia el abismo.

Ferré es un artista radical del cuadrilátero estilístico, ese que exige gancho y pegada para despertar al lector de la complacencia permisiva en la que vive inmerso y darle pábulo a su conciencia, mostrándole la mascarada ingrata y amarga de lo que acontece a su alrededor. [Reseña núm. 251]


jueves, 12 de noviembre de 2015

El alcaloide del 98

Así llamaba el arrogante Premio Nobel de Literatura Camilo José Cela (Iria Flavia, La Coruña, 1916 – Madrid, 2002) al viejo Baroja. Pero en esta ocasión, el lenguaraz escritor gallego lo hacía con cariño, respeto y devoción. Cela no tuvo reparos en admitir públicamente que, entre los varios maestros que tuvo, la figura de su admirado Baroja, el oso vascongado, como le gustaba también nombrarlo, ocupaba un lugar predilecto en su trayectoria literaria. Y esto no fue una declaración puntual y grandilocuente del autor de La Colmena, sino que jamás quiso olvidarse de él, como se refleja en muchos textos y artículos que redactó sobre el creador de Las inquietudes de Santhi Andía. “Un pionero y maestro del género narrativo, el último gran novelista español que sigue vivo en la memoria de sus lectores”, estos fueron algunos de los elogios encendidos que Cela pregonaba a cal y canto tras la muerte del escritor vasco.

La editorial Fórcola acaba de publicar un hermoso libro sobre los distintos textos que Cela firmó sobre Pío Baroja, una cuidada antología preparada y seleccionada por Francisco Fuster bajo el título de Recuerdo de Don Pío Baroja, donde se recogen semblanzas, artículos de opinión, anécdotas y una entrevista, también, muy reveladora y curiosa sobre los gustos artísticos del escritor donostiarra.

Para el mundo de las letras y, especialmente, para los lectores barojianos, la figura de Don Pío, más allá de ser un escritor enorme e intemporal que se lee mucho o poco, es, sobre todo, un mito. Este librito viene a constatarlo de una forma testimonial, porque para llegar a ese estadio, Baroja no precisó exponerse a la vista de todos. “Es el arquetipo de individualismo a ultranza –subrayaba Cela–, un hombre distante que ve el universo desde su atalaya”. Pero no solo eso, sino que “ignora el mundo físico de los demás –añadía–, porque su inmenso y diáfano mundo literario le permite vivir sin él”. En ese sentido, Cela no le tuvo en cuenta al maestro que veneraba que este declinara prologar su novela La familia de Pascual Duarte. Su rechazo nada tenía que ver con la calidad de la obra, sino con la censura. El viejo escritor le espetó sin miramientos: “yo no le hago el prólogo, yo no tengo ganas de ir a la cárcel ni con usted ni con nadie”. Camilo siempre demostró ser un incondicional de Baroja, incluso escribió una carta al rey de Suecia promoviendo su candidatura al nobel de literatura. De joven fue un asiduo visitante de la casa de Ruiz de Alarcón, su última residencia. Allí también veló su féretro junto a Hemingway y a otros fieles allegados y, el 31 de octubre de 1956, cargó a hombros con sus restos camino del cementerio.

Pío Baroja, como escribió su sobrino Julio Caro Baroja, creía que la vida, empezando por la suya propia, aparte de ser una cosa amarga y dura, era irreductible, contradictoria, llena de vacíos y fiascos. Para él, la acción podía, en algunos casos, darle sentido a la vida, en cambio, la razón, casi nunca. Ante la muerte mantuvo una actitud siempre fría y distante, como una servidumbre más de la existencia. Julio agradeció a escritores como Cela, González-Ruano, Pérez Ferrero y otros la devoción inquebrantable que sintieron hacia su tío.

Recuerdo de Don Pío Baroja encierra un compendio de opiniones y semblanzas que Camilo José Cela desplegó sobre el autor de Desde la última vuelta del camino, y, aunque hay opiniones y párrafos que se repiten en algunos de los textos escogidos, algo común en el escritor gallego que echaba mano de ellos sin menoscabo, ni reparo, en nada desmerece su valor literario e histórico. Cela desgrana, por activa y por pasiva, su gusto y adicción por la obra barojiana, desvelando sus secretos estilísticos y el espíritu individualista e indomable que el escritor vasco siempre imprimió a las historias de sus novelas, ese valor tan suyo henchido de sinceridad y autenticidad. La novela de Baroja, a pesar de su estilo desaliñado, funciona, y, como decía Antonio Machado, no se le cae a uno de las manos, porque el lector descubre que los personajes hablan por su cuenta y se hacen dueños de la historia. Cela fue un continuador de esa estirpe de escritor de raza, egótico y displicente, quizá el último bastión del espíritu novelesco del 98, algo que llevó con desparpajo y nunca disimuló en vida.

Cuando uno descubre una nueva publicación en torno al autor que admira, como es el caso de este entrañable viejo cascarrabias, se da cuenta de que aquellas lecturas adictivas que inició hace ya mucho tiempo, como El árbol de la ciencia o Las noches del buen retiro, no fueron en balde, porque lo que nos contaba tenía alma y acción, vida e historia: Literatura, con mayúscula, y eso inevitablemente es lo que lo convierte en un escritor memorable e inmortal. [Reseña núm. 250]


sábado, 7 de noviembre de 2015

Vita brevis

En sus reflexiones sobre la vida y el paso de los años, dice Montaigne que la meta de nuestra carrera es la muerte. Para él, filosofar no es más que aprender a morir. Si esto que afirma el ensayista francés nos asusta, cómo poder dar un paso adelante sin agitarnos. Todo parece dispuesto para que se asuma que la vida del hombre no es más que una lenta gestación de un ejemplo póstumo. Para muchos, el remedio más socorrido para sobrellevar ese destino implacable, consiste en no pensar en ello.

Llegar a la decrepitud no es un plato apetecible, viene a decirnos Aurelio Arteta (Sangüesa, Navarra, 1945) en su último libro A pesar de los pesares (Ariel, 2015), un texto emotivo y personal al que subtitula como Cuaderno de la vejez. Si tuviera que resumir en una sola frase el contenido de las páginas de estos dietarios del profesor Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política en la Universidad del País Vasco, autor de ensayos éticos y manuales universitarios, diría que la vida se fundamenta en saber que uno es mortal.

Lo que nos ofrece este libro es un ejercicio de reflexión desde la experiencia de un pensador curtido en la docencia que aflora su cara más humana al aceptar el trance de la vejez como última etapa de la vida y que asume sus consecuencias, sin dejar por ello de vivirla con entereza y alegría. Dice en los prolegómenos que la vejez representa en la vida humana el período de prueba más concluyente, la etapa en que se concentran los mayores obstáculos para alcanzar la felicidad.

Atravesamos las etapas de la infancia, la adolescencia, la madurez, hasta llegar a la vejez, y, en todas ellas, afrontamos una variedad predeterminada de experiencias existenciales, como el amor, el desamor, las esperanzas, las frustraciones, el placer y el dolor. Reflexionar en cada una de las etapas de la vida es reparar en el paso inexorable del tiempo. La imagen de nuestra vida es el cómputo de estos elementos pautados bajo una forma personal. Para Arteta, el autoconocimiento es una tarea imprescindible para tomar conciencia en cualquiera de estas fases, pero adquiere mayor relevancia en la madurez tardía. Estos fragmentos de escritura, aunque no siguen pautas académicas, son en sí mismos un pequeño tratado universal y filosófico sobre la vejez. Cuando llega esta última etapa de la existencia, todo es recuerdo, no solo individual, sino colectivo. Recuerdos conscientes e inconscientes, porque en ambos van, no solo los datos de nuestra existencia, sino también los de nuestros antepasados. Somos, como decía el viejo Baroja, el resultado de una raza, de un ambiente y, por tanto, de una trayectoria material y espiritual.

Aunque hay pasajes que deploran los estragos de la vejez, sus arrugas, el desgaste de los años y en otros la melancolía, la pesadumbre y la desesperanza, Arteta trasciende a un estadio práctico de sacar jugo a la vida. El autor nos entrega su visión personal apoyándose en sentencias y diálogos de pensadores clásicos y escritores contemporáneos que opinan sobre la difícil tarea de sobrellevar los años con dignidad, ante el afán inevitable del hombre de prolongar su vida. El existir del hombre, según él, tiene que llenarse de deseos, porque el “ir tirando” apenas nos consuela. De manera que eso que alguien nombró como tedium vitae y al que muchos mayores se apuntan como mal menor, no sea la receta más favorable para la tercera edad; mejor habrá que irse distanciando de ese coro de derrotados, con la conciencia de un ser que vive acoplando su existencia al mismo ritmo del tiempo, según el sabio consejo de Cicerón: “Pero yo prefiero ser viejo menos tiempo que hacerme viejo antes de serlo”.

El cuaderno de Aurelio Arteta alumbra al lector joven sobre la fatalidad de envejecer, y alerta al lector maduro sobre su proximidad, con argumentos suficientes para conservar el aliciente de seguir vivo al tiempo que se envejece día a día, un punto de mira para aprender a sortear los achaques que asomen al paso de los años, con bravura y esperanza.

A pesar de los pesares es un repaso vital, una observación profunda, sincera y nada compasiva sobre la edad tardía, un libro hermoso y hondo que concluye que, a pesar de todo, la vida merece la pena vivirla hasta su última etapa, porque lo mejor que nos ha podido ocurrir es haber nacido. [Reseña núm. 249]


lunes, 2 de noviembre de 2015

Membrillos, soledades y pérdidas

Todos hemos sentido en algún momento de nuestra vida la necesidad de llevar un diario, aunque ese impulso solo haya durado una tarde. Aquella tarde en la que cabía nuestro mundo propio en una pequeña hoja en blanco. El escritor de diarios es alguien que se ha preguntado alguna vez por qué decidió confiarle a una vieja libreta la realidad por la que atravesaba su alma, desde el dolor o desde la alegría, incluso desde el charco de la tristeza o el pozo de la desesperanza. Escribir un diario enriquece y disipa, agiganta trozos de la existencia y deja huecos dentro de uno, como fragmentos de esa vida que se interrumpió para llenarlo de recuerdos.

Después de un año de abstinencia, como subraya en la primera entrada del libro, el escritor José Mateos (Jerez de la Frontera, 1963) irrumpe esta vez en el género diarístico con Un año en la otra vida (Pre-Textos, 2015), una incursión literaria que se añade a su trayectoria dilatada de poeta y a otras más próximas de editor, narrador y aforista. Las 157 anotaciones que encierran este breve volumen abarcan el período de un año de su vida reciente y responden a una constante evaluación de su autor respecto al conflicto del vivir y a esa necesidad de seguir vivo, cuestionando la existencia ante la inevitable finitud de la vida. La vida, según cuenta, está llena de abdicaciones, de elecciones y de pérdidas, todo un reto que nos empuja a seguir apostando por la baza de vivir, un plus que permite olvidar incluso la principal amenaza que nos aflige, y que no es otra que la de nuestra desaparición física.

Mateos observa, otea y examina con esa naturalidad tan suya lo que le acontece entre el otoño de 2013 y la misma estación de 2014, se familiariza con lo extraño y se sorprende con lo evidente. Su mirada no es una mera impresión sensorial, sino un delicado ejercicio intelectual, una operación detallista que indaga en la existencia propia. Escribo –subraya– de aquello que, si no se escribe, desaparece. Escribo de aquello que desaparece cuando lo escribo.

En estos diarios, el poeta jerezano cristaliza instantáneas de su vida a través de sus meditaciones y paseos por la naturaleza, aunque el bullicio de la ciudad también esté presente. El escritor busca intencionadamente a un lector al que poder dirigirse, para hacerle su confidente, y, de la misma manera que sueña el diarista con ser otro, el lector tiene también la oportunidad de soñar con poder ser ése otro de cuya vida se le ha hecho partícipe. En la escritura de Mateos hay siempre una voz reconocible, sea en su poesía de cánticos y pesadumbres, en sus relatos menguantes o en sus aforismos que llama “divinanzas”. Aquí, en sus diarios, más que nunca, sigue con esa misma voz de observador que se implica emocionalmente en el detalle de la observación y que, al hacerlo, responde a la exigencia de su propia subjetividad, de su propia mirada y de su memoria. Algo en consonancia con lo que decía el escritor Antonio Porchia: “donde miran mis ojos, están mis ojos que miran”. O aquello otro que afirmaba Edvard Munch: “no pinto lo que veo, sino lo que vi”.

En Un año en la otra vida la escritura se presenta como sustancia reflexiva que transita consagrada al espíritu melancólico e insatisfecho que inciden en cada una de sus entradas, eso que la vida nos niega y nos limita, nos cercena y nos obliga a elegir, haciendo de nosotros personajes previsibles y rutinarios.

La principal particularidad de la prosa de Mateos es precisamente su identificación, su puesta en escena, con un yo que habla y se compromete con lo que siente e imagina. En cada frase hay un respiro, un resquicio de su mundo y de su particular sentido. Porque lo que inquieta al escritor y le impulsa a escribir sale de sus entrañas, de la conciencia irredenta de cuestionar la vida y la rutina de sus días. Pero sin desfallecer y sin dejar de contemplar el horizonte, la luz de un amanecer o la lluvia que la naturaleza desparrama con generosidad. Escribo a partir de una oscuridad –confiesa al final del libro–, no de un conocimiento. Y ya ni siquiera quiero iluminar esa oscuridad. Solo quiero acariciarla.

José Mateos, como poeta de la verdad, ha firmado un libro hermoso y profundo, que no se aparta de la sencillez de lo cotidiano y que interroga al lector sobre la verdadera naturaleza del vivir, sus logros y pérdidas, encuentros y soledades, latidos y muerte.

Quien escriba, como aconseja Voltaire en su Cándido, que cultive su huerto, y si a la larga da calabazas, qué se le va a hacer, pero si lo que produce son maravillosos membrillos, como los que aparecen por las páginas de estos diarios, entonces, sus lectores tendremos la ocasión de celebrarlo y saborear su jugo. [Reseña núm. 248]