Lo malo de una isla desierta (Pre-Textos, 2021) posee toda esta idea formal en la que se aglutinan frases para construir una trama con historias que cuentan aspectos de la vida, del mundo y de la naturaleza humana. Su autor, Javier Echalecu (Madrid, 1981) reúne por primera vez dieciséis cuentos desde los que narra la perplejidad de la existencia, el paso del tiempo, y, también, el juego literario de la hipótesis de la creación que se deja disuadir por lo simbólico, el enigma y, a veces, por el surrealismo, para dar respuesta a la duda, la incertidumbre y la expectación por lo venidero. Sobre estos pilares establecidos, Echalecu quiere asentar sus cuentos, bajo la lumbre de la cita de Ángel Zapata con la que arranca el libro: “El cuento debe parecerse a la vida en esa cualidad que tiene la vida de no parecerse a nada”.
Y es así como el autor asume su voz propia, por medio de una voz narrativa que no solo tiene que ver con la persona del narrador, su tono y sus recursos, sino también con el binomio de lenguaje y sentido. Pero también se deja ver en algunos de sus cuentos, como es el caso de Llamada de emergencia o Alarmantes niveles de felicidad, un cierto aire cortazariano, aunque en ambos el desencadenante de la inspiración cambia de rumbo para discernir, por ejemplo, cómo el confort aflora en situaciones insospechadas. En cambio, en Amor androide, el relato más extenso de todos, nos encontramos inmersos en el futuro, en un progreso exponencial. Otra vez el tiempo se hace imponderable y empuja su devenir, como prolongación cuántica de nuestra realidad cotidiana. Aquí representa un papel predominante la tecnología, su influencia contagiosa, su ilimitado alcance y, por tanto, el vértigo de su codificación que despierta tantos recelos.
Hay otros relatos, como el de Leónidas Gagarin, cosmonauta, que sostiene que “nada en este mundo guarda menos parecido con un hombre que su propia vida”, o como el de Mientras esperamos a la persona que amamos, más incisivo al subrayar que “el único miedo que existe en el mundo es el miedo a la muerte, y que toda nuestra vida consiste en ir poniéndole un nombre tras otro, en buscarle una representación tras otra para volverlo más comprensible”. También hay cabida para el humor y el juego lingüístico, como se muestra en Adverbios en mente, una curiosa derivación narrativa alrededor del adverbio para concluir en un deseo de lograr con ello la descripción mejor de lo que acontece.
También se da paso al más allá en el relato sobre la lechuza cornuda, o se acude a lo mítico y a la dura realidad, en Sísifo desencantado, para contarnos cómo algunos hombres carecen de destino y todo es una vuelta a empezar. Las casualidades no existen, sostiene el relato La frustración, en el que nos cuenta la vida anodina de un hombre que recibe, desde hace un año, todos los lunes, y a la misma hora, la llamada de un desconocido que le anuncia un acontecer próximo. Algo equidistante sucede en Mosaico, un cuento en el que el ángel de la guarda parece desacreditarse ante la desidia y el desdén de otro personaje singular. El paso del tiempo permea de nuevo en Imagen del futuro, el relato que pone fin a la colección, escrito en primera persona, como la mitad de su repertorio. Nada mejor que un mundo propio, ese es el mensaje predominante, más que preocuparse de cómo transcurre el tiempo. Es así como imagina el narrador la vida que le lleva en su isla desierta “donde no falta de nada, ni lo bueno ni lo malo, nada salvo tiempo”.
Un debut sorprendente, en gran parte, porque en estos cuentos se producen situaciones nacidas de alguna paradoja o extrañamiento, suspendidas por un instante desde donde el autor irrumpe con su primera frase, y después con otras para que cada relato despliegue su audacia y trasmita el recado de convertirse en un mundo propio. Las buenas historias viven en lo sencillo que nos rodea, pero curiosamente lo hacen fuera de la lógica.
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