Por estas lindes encuentran resquicios y ardor los nuevos relatos de José Ovejero (Madrid, 1958), Mientras estamos muertos (Páginas de Espuma, 2022) para desplegar su imaginación y hacer visible las inquietudes de quienes habitan sus historias, consciente de que armar un cuento es una labor digna de un artificiero, de tal manera que, al menor fallo, puede que el artefacto te estalle en la cara. Los cuentos de Ovejero no son del todo pólvora de fantasía, ni del todo material explosivo de la realidad. Se ajustan, como bien dice el propio escritor en el primero de sus relatos, a la idea de un credo que significa que “escribir es disfrazar las cosas para poder ver su rostro real”.
Son historias que transitan, en su mayoría, por el lado íntimo de sus protagonistas, seres tan imaginarios como reales, gentes que no precisan hablar mucho, porque en sus silencios hablan también de sus cosas, de sus recuerdos y de sus aspiraciones. Algo así, tan enunciativo, sobre la importancia y el valor del silencio en las personas, nos cuenta el narrador de Recuerdo del suicida, un relato trágico y familiar muy emotivo, con estas palabras tan determinantes: “Los silencios se parecen aún menos que la manera de hablar; basta con oír a una persona estar callada para saber mucho sobre ella”. Son historias que convocan a un destino de cercanías, que se insertan en las tensiones y conflictos de la vida de sus personajes que, en sus sencillas biografías, aparecen reflejos de sus vidas cotidianas y son resonancias de asuntos más grandes.
En los dieciséis relatos que forman el libro, el autor abre, con estilo directo y claro, el mapa de sentimientos y apegos individuales y colectivos que disecciona con un lenguaje urdido para que tras nuestra lectura, nuestra imaginación opere con él en sintonía a su poética: “Es lo bueno de escribir, que puedes ordenar el mundo aunque sólo sea durante unas páginas... Uno escribe sobre lo que se niega a marcharse de su cabeza”. Es el mapa de aquella España de los años setenta, de una época en la que las familias manejaban sus trincheras y apariencias con recelos de no verter hacia afuera sus secretos, con la sola aspiración de bienestar y mejores andanzas para los suyos.
Pero en Mientras estamos muertos no solo se habla del lado intrínseco familiar. Aquí hay historias que hablan también de la conciencia personal, de las clases sociales, de la violencia y la ternura, del amor, de las cosas que nos rozan y arañan, de la fragilidad de la vida y del peso del pasado, como es el caso de Él, ella, uno de los mejores cuentos del libro, quizá el más entrañable, revelador, original y audaz de todos, escrito bajo el desafío de narrar dos vidas en un mismo párrafo sin punto, durante dieciséis páginas, casi hasta el final, para abordar una historia conmovedora y desconcertante de lucha por la vida y por la memoria común.
Llegado al punto final del libro, uno no puede dejar de sentir que las historias leídas tienen mucho que ver con la vida y el fluir de quien las ha escrito, sus ecos se palpan, al menos así se nos insinúa e interpela. Diría que el libro es un juego de espejos en el que se palpa la piel de su autor, en el que queda impreso su yo refractado en muchas de las historias. Ovejero conmueve y lo hace con su libro más personal y fundido con su estirpe imaginaria, que pone rumbo a lo que el escritor sabe de antemano: “que la literatura no puede ser un sucedáneo de la vida”.
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