A
Thomas Clayton Wolfe, (Asheville, 1900 – Baltimore, 1938),
el teatro le encandilaba, hasta tal punto que ya, a sus veinticuatro
años, impartía clases de dramaturgia en la Universidad de Nueva
York. Sin embargo, como autor dramático, fracasó. Este revés no le
impidió apartarse de su vocación genuinamente literaria y decidió
ser novelista. Su primera obra importante, El ángel que nos
mira, aparecida en 1929, causó una extraordinaria acogida en
los círculos literarios estadounidenses y británicos. Al año
siguiente, Sinclair Lewis, galardonado con el Nobel de
Literatura, lo citó con entusiasmo en su discurso en la academia
sueca. A partir de entonces, su obra, tan lírica, como
autobiográfica, se extendió por ambos continentes con gran
entusiasmo.
El
sello extremeño Periférica rescata del silencio las piezas
maestras en formato breve de Thomas Wolfe, lo que supone todo
un alarde de buen gusto editorial por la literatura americana del
siglo pasado y, en particular, sobre este olvidado escritor. Acabo de
leer dos de estas novelas cortas de este autor de Carolina del Norte:
Especulación y El niño perdido,
dos textos memorables y exquisitos. El primero, sorprendente:
una crónica certera del boom inmobiliario norteamericano de los años
veinte, tan histórica como profética. El segundo es un libro
entrañable y lírico, y es aquí donde me detengo para reseñar una novela, de apenas un centenar de páginas,
en la que la magia de la escritura sobrevuela con sencillez y belleza
por una historia sobre la infancia, que fundamentalmente trata de la pérdida de un ser cercano.
Thomas
Wolfe es capaz de abordar el recuerdo de la mente humana por
medio de la evocación íntima de la pérdida de su hermano de doce
años, que muere de tifus; curiosamente el propio autor dejaría este
mundo muy joven, con treinta y ocho años, víctima de tuberculosis,
otra enfermedad atroz de la época. El niño perdido
es una narración medida y acabada como una perfecta máquina de
relojería, donde cada segundo es vital y determinante. Wolfe
es capaz de agarrar al lector desde la primera frase y logra incorporarnos al escenario de un momento que nos
atrapará en continuos pasajes, en busca de recuperar un tiempo pasado
imposible de cambiar y revivir la vida malograda del hermano
muerto, a base de recuerdos. Un empeño que el escritor
norteamericano logra con emoción contenida y brillantez de estilo.
Cuatro voces distintas recorren la novela de El niño perdido
para mostrarnos instantes vividos de Grover, el pequeño que siempre
parecía mayor. La desaparición física de Grover, un chico de doce
años, tan observador y curioso, deja destellos de asombro entre los
adultos que lo trataron en Saint-Louis, al tiempo que se celebraba la
Exposición Universal de 1904. La familia Wolfe se había trasladado desde Asheville a Saint-Louis para inaugurar un pequeño
negocio de alojamiento para visitantes que se acercaban desde otros
lugares a la gran feria. Wolfe describe con minuciosidad y
sutileza ese pequeño mundo que rodea al protagonista, hasta
conferirle una épica que traspasa los sentimientos del lector tras
la asunción de la enfermedad del pequeño Grover, tan dulce y
delicado, y su inminente fallecimiento.
El
niño perdido es un relato en torno a un suceso verídico, donde el personaje e hilo conductor de la historia es el hermano de
Thomas Wolfe; una historia que transita sigilosamente, rastreando rincones y estampas familiares de la mano de las
voces emotivas que intervienen en la narración: la
madre, la hermana, el protagonista y el propio autor.
El libro es delicado y cálido, escrito con elegancia y
maestría por un autor que merece ser revisado. El niño perdido es todo un pequeño manual
narrativo, lleno de sensibilidad, que viene a constatar la gratitud
que el viejo Gracián depositó en uno de sus aforismos más
famosos: “lo bueno si breve, dos veces bueno”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario