Todos
los escritores llevan por bandera la misión de ensanchar el mundo
que van creando. La mitad de ellos opta por mantenerse fiel al
principio de hacerlo crecer hacia dentro, explorando la conexión
entre las relaciones humanas y la memoria, ampliándolas al ámbito
de las pasiones, los hechos y la sensibilidad del espíritu de una
época. La otra mitad, en cambio, tiende a expandirse hacia afuera,
aumentando el número de circunstancias que lo habitan o produciendo,
incluso, nuevos mundos de la nada. En suma, dos maneras literarias de
escribir para llegar al final de su proyecto y ponerlo en las manos
del lector.
El
escritor y crítico literario Francisco Solano
(La Aguilera, Burgos, 1952) es consciente de esa paradoja y nos
entrega una extraordinaria narración desde la exploración de la
memoria, que arranca con la muerte del padre del narrador, y que
transita por el recuerdo vibrante del camino recorrido a lo largo de
su existencia.
El
autor de Lo que escucha la lluvia
(Periférica, 2015) se aparta de la sensiblería pacata que deparan
tantos otros testimonios que hablan de recuerdos familiares vagos y
de ausencias queridas. Es consciente de que su discurso narrativo no
debe pisar esa senda tan consabida, sino que la voz que surge desde
ese silencio interior tiene que ir cargada de una exigencia más
elevada para con el lector, a base de palabras, y en especial por el
influjo de la palabra “improbable”, un término ambiguo y
dislocado que se repite y va a ser determinante en el devenir de la
novela. Solano
asume el compromiso de otros libros suyos con la naturaleza de su
literatura que consiste en perfilar y desentrañar con palabras lo
que muchas veces aquellas no explican, pero que insinúan. Desde el
inicio de la novela, la voz narrativa agarra al lector para
interpelarle como escuchante del monólogo interior y convocarle al
lugar abandonado de su pasado en el que se intuyen historias veladas
y hasta inconclusas.
A
pesar del dramatismo del relato, el escritor rehúye del tono
elegíaco y, sobre todo, del sentimentalismo al que pudiera abocar
una historia personal y fragmentaria que ronda sobre la muerte de un
ser querido, el extravío de la memoria y el recelo existencial. Lo
que escucha la lluvia
es un itinerario narrativo estructurado en seis capítulos en los que
el narrador deambula por sus orígenes para dejarnos ver, a pesar de
que intencionadamente nos lo arrope desde la ambigüedad, su pasado
oculto. La identidad del ser se rige por el nombre, y el protagonista
de esta novela revela que vio su nombre de niño en el grito
desgarrador de su madre anunciándole el infortunio de la muerte del
padre. Ese niño es el hilo conductor del desarrrollo narrativo que,
en definitiva, va destapando una identidad irreconocible, hasta
concluir en un personaje aceptable para el lector, aunque
extrañamente improbable para sí mismo, a causa de su resistencia a
no aceptarse.
Lo que escucha la
lluvia es un libro de prosa
reposada y potente, una novela que se fundamenta en los
desdoblamientos inciertos que propician el vivir y la memoria.
Digamos que Francisco Solano
se sirve de la estrategia de confrontar la memoria, no para aliviar
la desesperación del narrador, sino para avivarla por medio de un
puntillismo intencionado de idas y venidas al pasado.
Leer
novela, ensayo o poesía, no parece una tarea que brota de una
decisión espontánea del lector, sino algo que hay que considerar en
el contexto de su formación intelectual. No lo digo yo, lo dicen
otros, pero lo suscribo. En cualquier caso, los libros te llevan y
empujan imperiosamente a otros libros inesperados y no menos
sorprendentes, como me ocurrió a mí al tropezarme con esta novela
de aromas autobiográficos sobre un hombre calificado de ser
improbable, al que le sirve de muy poco ocultarse tras la máscara
del paso del tiempo.
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