En
la escritura sobre uno mismo, esa en la que el sujeto es la propia
materia del libro, hay un poso personal en el que la memoria acude
para conjugar el archivo de la realidad vivida, una tarea propicia a
la que acuden muchos escritores para extraer vivencias y hechos del
pasado que conformaron su vida sentimental. Muchos han experimentado
con este género, como colofón a una dilatada vida al servicio de
las letras. La escritura sobre uno mismo, podríamos decir, es
inseparable de la constitución y del desarrollo privado y social de
quien se dispone a hacerlo. La identidad propia no hay que buscarla,
por tanto, en la revelación de una historia oculta, sino en las
consecuencias intermitentes que hay en todo ese camino vital, único
e irrepetible que cada uno emprende y rememora. A esto se añadiría
lo que advertía García Márquez
en el arranque de su libro de memorias Vivir para
contarla (2002): “la vida
no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo la recuerda
para contarla”.
El
escritor, poeta, narrador, crítico literario y periodista
Luis Antonio de Villena
(Madrid, 1951) acaba de entregarnos el primer tomo del proyecto de
sus memorias bajo el título de El fin de los palacios
de invierno, publicado en
octubre de este año por la editorial Pre-Textos, que abarca los
recuerdos de infancia y juventud hasta el año 1973, una inmersión
narrativa sobre la vida que tuvo, cómo la recuerda, sus anhelos, sus
límites y la realidad de asumirla por completo, a pesar de lo que no
se pudo, ni se supo vivir. En nada se aleja de lo que decía el nobel
colombiano, sino que el libro refuerza, aún más, esa idea del valor
de la memoria en la vida de todo ser humano con una cita certera y
hermosa de Walter Benjamin:
“La auténtica medida de la vida es el recuerdo”. Confiesa el
poeta y ensayista madrileño, en una reciente entrevista, que las
biografías y las memorias siempre le gustaron como lector y que
sabía que algún día acometería la idea de escribir sobre su
familia, una tarea iniciada no hace mucho y concluída poco después
del fallecimiento de su madre.
Para
Villena los inicios
de la vida no son solo un periodo más de nuestra existencia, sino un
periplo determinante para el futuro. Muchos de los tormentos y origen
de nuestras desdichas –subraya–, vienen de atrás, del principio,
hasta el punto de que la infancia la recuerda el autor como bastante
poco feliz, cargada por la sombra del padre que se marchó de casa y
luego murió enfermo. Cuando sucede este fatal desenlace apenas
contaba con once años. De aquella remota infancia feliz
“archiprotegida” y mimada, antes de la muerte de su progenitor,
le siguieron otra infancia y primera adolescencia más dolorosas en
las que no faltó el acoso escolar, la incapacidad para tener amigos
y la represión sexual.
Con
este nuevo reto literario, Villena
trasciende a sus primeros años y a sus recuerdos familiares,
especialmente aquellos que su madre le confió y le sirvieron para la
confección de algunos episodios del libro, en un periodo convulso
del franquismo tardío, donde muchos jóvenes de clase media, como
él, aspiraban a conquistar una individualidad más acorde con los
aires que se respiraban más allá de nuestras fronteras. En esta
primera parte de las memorias hay una cita de Proust,
muy bien escogida, que resume lo que significa para el autor esa
época tan emotiva de la infancia y la adolescencia. Decía el
novelista francés que “el tiempo que vivimos no es solo nuestra
vida, sino que de algún modo tocamos también (hacia detrás) los
años vividos por quienes hemos conocido, que los vivieron antes de
nacer nosotros”, (pág. 39).
Por
El fin de los palacios de invierno
desfilan personajes familiares, pasajes y secretos de la sexualidad
tardía de su autor, las primeras influencias poéticas provenientes
de Ezra Pound, ídolo
del momento, “leído y releído con fruición”, sus amistades
literarias, como las que mantuvo con Luis Alberto de
Cuenca, Javier
Lostalé y, especialmente, con
Vicente Aleixandre,
maestro y consejero particular, así como sucesos y poses que
desvelan la esencia hedonista que Villena
encarnó, correspondiendo así a su admiración ferviente por el
dandismo representado por Óscar Wilde,
que todavía pervive en él y del que presume.
El
autor de Sublime solarium
fue un muchacho raro, que apostó por la literatura y por el rasgo
singular de su homosexualidad retraída, un camino experimental y
nada exento de dificultades, como muestran las páginas de esta
última obra suya, un libro pleno de literatura, que lleva intrínseco
el mapa existencial de sus primeros veinte años bajo la tutela de la
persona más importante de su vida, Ángela, su madre, a la que
dedica por entero el volumen.
El fin de los
palacios de invierno recoge
las simientes líricas de lo que ha deparado la vocación literaria
de este extravagante artista, un letraherido entusiasta y apasionado,
cuya vida azarosa le inoculó el virus de la poesía. Estas memorias
vivas dan testimonio de ello, las siguientes, aún inéditas,
prometen más. Habrá que esperar. [Reseña
núm. 258]
No hay comentarios:
Publicar un comentario