lunes, 14 de diciembre de 2015

Retorcer el tiempo

Con El instante de peligro (Anagrama, 2015), la nueva novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977), finalista del Premio Herralde, el escritor vuelve a plantearnos los entresijos que tienen que ver con la vida y el arte, una parcela bien conocida por él, ya que la aborda desde una doble vertiente: como apasionado de la materia y como profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Ya en su opera prima, Intento de escapada (Anagrama, 2013), trataba de cómo las cuestiones éticas y estéticas muestran el mecanismo interno del mundo del arte y sus consecuencias. Ahora, la experimentación artística irrumpe de nuevo, pero en esta ocasión con una historia donde la vuelta al pasado y la reconstrucción del presente conforman la estructura de una obra arriesgada y reveladora.

La sombra de Walter Benjamin se esparce sobre las páginas de esta narración intensa y emotiva. Sombras que vislumbran huellas de momentos vividos, residuos indelebles de aquello que fuimos en otro momento, reflejadas en los objetos que miramos ahora. También aparecen junto a las de Benjamin reflexiones de Lacan y Cioran que rememoran e indagan en lo mismo: lo que fuimos. La única historia que importa, dice el autor, por boca de su protagonista Martín Torres, es aquella que nos alude, que nos atañe. La vida de este personaje anda, como un funámbulo, por la línea acerada que trazan las tesis filosóficas del pensador alemán, al advertir que el artista, en este caso el escritor, ha de tener los ojos bien abiertos, jugárselo todo, como si estuviera ante ese instante único que otorga el peligro, como si le fuera la vida en ello. Todo o nada. “Borrar para ver. Solo podemos ver aquello que hemos perdido –subraya el narrador–. El resto, lo que creemos tener es invisible. Incomprensible”, (pág. 135).

En torno a este enfoque gira el argumento de la novela, a modo de una carta extensa, de una confesión desgarrada, por donde transita un salpicadero de historias de amor, de intermitencias de la memoria, de pérdidas y de dolor. Sus ecos también evocan la importancia del recuerdo, las emociones, el deseo y sus apegos. El presente, en cambio, nos obliga a resistir el tedio y a buscar alguna explicación del mundo que nos ha tocado vivir. “En el fondo eso es lo que hacemos con nuestra vida: dar sentido a las cosas que hemos hecho. Eso es lo que somos. Al fin y al cabo. Hechos”, (pág. 146).

Poner palabras a las imágenes que han perdido su foto, como dice el narrador, será el motor por el que transcurre la historia. El yo narrativo se convierte en ese hilo conductor que une el puzle que conforma la novela: sus motivos, sus dudas, sus consecuencias. Martín, un profesor desencantado con el arte académico, tiene que contar lo que le confunde, lo que le agita, sus imágenes y sus sombras, y para eso tiene que recordar e implicarse en ese tiempo dilatado que ha supuesto su trayectoria todavía incompleta de vida. Cuando Martín emprendió su carrera en el Clark Art Institute de Williamstown (Massachusetts) aún tenía ilusiones en el arte y en las posibilidades de cambio del ser humano mediante el estudio de las Humanidades. En aquella época, su optimismo se imponía, pero su aportación no significó gran cosa en lo que creía como transformación del mundo académico. Nada de lo que pensó tuvo consecuencias futuras, solo vacíos, hasta que apareció aquel correo de la artista Anna Morelli donde se mencionaba el enigma de las imágenes y las sombras proyectadas sobre un muro. Ahora, despojado de muchas ilusiones e impulsado por este azar del destino, reflexiona sobre su vida pasada y la inquietud del presente, y confiesa a Sophie, un viejo amor que resiste el paso del tiempo, todo su trance existencial. A ella dirige sus latidos, sus ideas, sus imágenes evocadoras para tratar de salvarse de la quema.

Frente a las dudas existenciales y a los vacíos intermitentes solo el recuerdo, tal como viene, puede rescatarnos de la zozobra y del espanto. La novela de Hernández propone que aún es posible apoderarse de la memoria, de los momentos vividos, que en el pensamiento y en el arte no hay suelo debajo, que todo consiste en desafiar el vértigo para influir en la mejora del presente. Pero esa cuestión solo se despeja si uno es consciente de que estamos en “el instante del peligro”. Ahí es desde donde parte la naturaleza de todo arte verdadero: cuando no puede ser de otra manera y es capaz de retorcer el tiempo y prenderlo todo en llamas.

Miguel Ángel Hernández pertenece a ese grupo selecto de escritores jóvenes españoles nacidos en la segunda mitad de los setenta, como Sergio del Molino, Sara Mesa o Pablo Gutiérrez que gozan de esa voz propia y arriesgada que tanto gusta a los lectores exigentes, esa que se encuentra en la senda de la literatura de calidad. El instante de peligro es una prueba de ello, una estupenda novela que invita al lector a asomarse al mundo imposible de un hombre que quiere reconstruir su pasado y reconciliarse también con el amor y el fracaso. [Reseña núm. 257]



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