Con
El instante de peligro
(Anagrama, 2015), la nueva novela de Miguel Ángel
Hernández (Murcia, 1977),
finalista del Premio
Herralde, el escritor
vuelve a plantearnos los entresijos que tienen que ver con la vida y
el arte, una parcela bien conocida por él, ya que la aborda desde
una doble vertiente: como apasionado de la materia y como profesor de
Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Ya en su opera
prima, Intento
de escapada (Anagrama,
2013), trataba de cómo las cuestiones éticas y estéticas muestran
el mecanismo interno del mundo del arte y sus consecuencias. Ahora,
la experimentación artística irrumpe de nuevo, pero en esta ocasión
con una historia donde la vuelta al pasado y la reconstrucción del
presente conforman la estructura de una obra arriesgada y reveladora.
La
sombra de Walter Benjamin
se esparce sobre las páginas de esta narración intensa y emotiva.
Sombras que vislumbran huellas de momentos vividos, residuos
indelebles de aquello que fuimos en otro momento, reflejadas en los
objetos que miramos ahora. También aparecen junto a las de Benjamin
reflexiones de Lacan
y Cioran que
rememoran e indagan en lo mismo: lo que fuimos. La
única historia que importa, dice el autor, por boca de su
protagonista Martín
Torres, es aquella que
nos alude, que nos atañe. La vida de este personaje anda, como un
funámbulo, por la línea acerada que trazan las tesis filosóficas
del pensador alemán, al advertir que el artista, en este caso el
escritor, ha de tener los ojos bien abiertos, jugárselo todo, como
si estuviera ante ese instante único que otorga el peligro, como si
le fuera la vida en ello. Todo o nada. “Borrar
para ver. Solo podemos ver aquello que hemos perdido
–subraya el narrador–. El
resto, lo que creemos tener es invisible. Incomprensible”,
(pág. 135).
En
torno a este enfoque gira el argumento de la novela, a modo de una
carta extensa, de una confesión desgarrada, por donde transita un
salpicadero de historias de amor, de intermitencias de la memoria, de
pérdidas y de dolor. Sus ecos también evocan la importancia del
recuerdo, las emociones, el deseo y sus apegos. El presente, en
cambio, nos obliga a resistir el tedio y a buscar alguna explicación
del mundo que nos ha tocado vivir. “En
el fondo eso es lo que hacemos con nuestra vida: dar sentido a las
cosas que hemos hecho. Eso es lo que somos. Al fin y al cabo.
Hechos”,
(pág. 146).
Poner
palabras a las imágenes que han perdido su foto, como dice el
narrador, será el motor por el que transcurre la historia. El yo
narrativo se convierte en ese hilo conductor que une el puzle que
conforma la novela: sus motivos, sus dudas, sus consecuencias.
Martín,
un profesor desencantado con el arte académico,
tiene que contar lo que le confunde, lo que le agita, sus imágenes y
sus sombras, y para eso tiene que recordar e implicarse en ese tiempo
dilatado que ha supuesto su trayectoria todavía incompleta de vida.
Cuando Martín
emprendió su carrera en el Clark Art Institute de Williamstown
(Massachusetts) aún tenía ilusiones en el arte y en las
posibilidades de cambio del ser humano mediante el estudio de las
Humanidades. En aquella época, su optimismo se imponía, pero su
aportación no significó gran cosa en lo que creía como
transformación del mundo académico. Nada de lo que pensó tuvo
consecuencias futuras, solo vacíos, hasta que apareció aquel correo
de la artista Anna
Morelli donde se
mencionaba el enigma de las imágenes y las sombras proyectadas sobre
un muro. Ahora, despojado de muchas ilusiones e impulsado por este
azar del destino, reflexiona sobre su vida pasada y la inquietud del
presente, y confiesa a Sophie,
un viejo amor que resiste el paso del tiempo, todo su trance
existencial. A ella dirige sus latidos, sus ideas, sus imágenes
evocadoras para tratar de salvarse de la quema.
Frente
a las dudas existenciales y a los vacíos intermitentes solo el
recuerdo, tal como viene, puede rescatarnos de la zozobra y del
espanto. La novela de Hernández
propone que aún es posible apoderarse de la memoria, de los momentos
vividos, que en el pensamiento y en el arte no hay suelo debajo, que
todo consiste en desafiar el vértigo para influir en la mejora del
presente. Pero esa cuestión solo se despeja si uno es consciente de
que estamos en “el instante del peligro”. Ahí es desde donde
parte la naturaleza de todo arte verdadero: cuando no puede ser de
otra manera y es capaz de retorcer el tiempo y prenderlo todo en
llamas.
Miguel Ángel
Hernández pertenece a ese
grupo selecto de escritores jóvenes españoles nacidos en la segunda
mitad de los setenta, como Sergio del Molino,
Sara Mesa o Pablo
Gutiérrez que gozan de esa voz
propia y arriesgada que tanto gusta a los lectores exigentes, esa que
se encuentra en la senda de la literatura de calidad. El
instante de peligro es una
prueba de ello, una estupenda novela que invita al lector a asomarse
al mundo imposible de un hombre que quiere reconstruir su pasado y
reconciliarse también con el amor y el fracaso. [Reseña
núm. 257]
No hay comentarios:
Publicar un comentario