Los
buenos libros nos entretienen, nos divierten, nos producen placer,
pero también nos educan para adoptar frente al mundo real una
actitud censora y, a su vez, el compromiso de velar por ellos y
cuidarlos como los objetos fabulosos y delicados que son. La cofradía
de bibliófilos y bibliómanos es eminentemente pintoresca y
extravagante. Los coleccionistas de libros han sido siempre gente
peculiar y maniática. Unos compran libros para leer, otros lo hacen
para recrearse contemplándolos, y queda una tercera clase que los
compra para fijarlos en un extenso mueble y apalancarlos detrás de
unas delgadas puertas de cristal, bajo llave. Los placeres de la caza
del libro son distintos y dependen del tipo de cazador. No hay mejor
trofeo y compañía para cualquier entusiasta de los libros que las
que otorga su presencia, por mucho que todo lo demás cambie, ellos
siempre están disponibles, siempre responden cuando demandamos su
alivio y su aliento.
“De
todas las cosas que hacen los hombres en este mundo
–nos dice de manera sentenciosa Tom Carlyle–
las más trascendentales,
maravillosas y valiosas, son, con diferencia, esas que llamamos
libros”. Su paisano
William Blades
(Londres 1824 – 1890) también lo creía así. Siguió los pasos de
su admirado William Caxton,
primer impresor inglés, y aprendió ese noble oficio de publicar
libros, convirtiéndose, además, en un entusiasta bibliógrafo y
propulsor del nacimiento, en 1877, de la Library Association del
Reino Unido. Su trabajo literario que le dio más fama fue The
Enemies of Books, editado
en 1880.
La
editorial Fórcola, en su colección Periplos, rinde homenaje a su
figura con el lanzamiento de este breve y hermoso ensayo de su obra,
que lleva como refuerzo un defensivo subtítulo: Contra
la bibliocastia, la ignorancia y otras bibliopatías.
Presentar
ahora un libro del siglo XIX que trate sobre los cuidados y
prevenciones de riesgos en torno a la vida útil del libro, pudiera
parecer rancio y anodino para el lector común, pero el alma de este
texto tan ilustrativo puede despertar el interés caprichoso no sólo
de los especialistas y bibliómanos, sino que, además, no defraudará
al curioso que se preste a la aventura de leerlo. En todo caso,
rescatar un libro de estas características, es más que meritorio,
toda una proeza editorial que los amantes de los libros, letraheridos
y tantos convalecientes aquejados de libropesía, valoramos y, al
mismo tiempo, celebramos con regocijo. Los enemigos de
los libros es ese tipo de
texto que también es necesario hoy en día, un libro que aglutina
esa capacidad de hablarnos no del contenido, sino de la validez del
recipiente, es decir, de lo que significa el libro como objeto, eso
que los adictos nos empeñamos con esmero en conservar vivo y a
punto: sus solapas, su encuadernación, sus ilustraciones.
El
editor, nunca se encontró en mejor disposición y momento como este
para dedicar enfáticamente su publicación a los entusiastas de los
libros y, de paso, maldecir a los canallas que los maltratan o
persiguen. En el epílogo se dirige igualmente al lector, con el
mismo empeño, a que persevere y cuide de estos maravillosos objetos
contra cualquier ignominia y fanatismo venideros. Y en ese alegato
nos conmina a proteger y conservar el patrimonio libresco como si de
nuestros hijos se tratase, una encomienda de defender el verdadero
progreso, que no es otro que el moral y el cultural, más allá de la
economía y del avance tecnológico.
El
libro de Blades es
entretenido, ameno e ilustrativo, un opúsculo que encarna una
desenfrenada apología del libro impreso, una encendida defensa
contra aquellos que perturban y cercenan su existencia. Consta de
diez capítulos, con una introducción intachable de otro erudito de
la época, Richard Garnett,
un “posfacio” en el que se narra una anécdota ocurrida durante
una subasta de libros, y una “conclusión”, como punto final,
para fijar el disfrute y el cuidado de los libros. El agua, el fuego,
la polilla, los propios encuadernadores y el juego de los niños son
algunos de los causantes de tanto estropicio ocasionado al libro en
general. Pero, para el británico, nada era comparable a la
prohibición y a la destrucción de tantos libros como los provocados
por el papanatismo de tantos hombres a lo largo de la historia.
La
nueva publicación de Los enemigos de los libros
es una joyita impresa. Cuenta en su haber con la impecable traducción
de Amelia Pérez de Villar
y un prólogo exquisito a cargo de Andrés Trapiello.
El escritor leonés se siente cómodo hablando de un autor que sabe
tanto de historias de libros como Blades
y no le importa añadir, con cierta ironía, a la lista extensa del
británico, que otro enemigo, incluso más importante, es el autor.
Si los autores fueran mejores de lo que son, viene a decir Trapiello,
no escribiendo más que libros buenos, entonces el público lector
les tendría, sin duda, en mejor consideración y aprecio.
Creo
que, como decía Mallarmé,
“todo en el mundo
existe para concluir en un libro”,
como este, un libro breve, simpático y cuidado, que prescribe,
además, cómo preservarlo y cómo cuidarlo de las alimañas que lo
acechan.
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