El
triunfo en octubre de 1917 de la revolución bolchevique en Rusia,
liderado por Lenin y
Trotski, creó un
nuevo tipo de Estado, un régimen de repúblicas soviéticas que no
solo cambiaría rotundamente el orden político y social de la nación
más extensa y diseminada del continente europeo, sino que desataría
recelo e interés máximos en el resto de los países del viejo
continente, así como en muchos viajeros que no dejaron pasar la
oportunidad de pisar tierras rusas para comprobarlo y, después,
contarlo.
El
próximo año, por tanto, se cumplirá el primer centenario de aquel
trascendental acontecimiento histórico. El libro que acaba de
publicar recientemente el sello Fórcola en su colección Periplos,
El espejo blanco,
del escritor e historiador Andreu
Navarra
(Barcelona, 1981) es un anticipo audaz a lo que se espera en fechas
venideras: un aluvión editorial en los escaparates de las librerías
en torno a la revolución bolchevique.
El
libro de Navarra,
en todo caso, propone un examen exhaustivo sobre el interés desatado
por la revolución rusa en las esferas políticas e intelectuales
españolas de aquel entonces, a través de la opinión de ilustres y
distinguidos viajeros que se acercaron al territorio soviético para
comprobar, in
situ,
el alcance de la revolución que llevaron a cabo sus líderes en las
instituciones, el ejército y la policía, así como también, los
excesos que la misma derivó sobre el resto de sus habitantes.
La influencia de la iconografía soviética en el imaginario
colectivo de la izquierda española tiene su lado benevolente.
Situadas a uno y otro extremo del continente europeo, Rusia y España,
tan distintas entre sí, históricamente se han dispensado mutua
simpatía. Desde el siglo XVI iniciaron relaciones comerciales, y, en
el siglo XIX, llevaron a cabo numerosos contactos e intercambios
culturales que se acrecentaron tras la revolución de 1917 y mucho
más durante el período de la II República española. Bien es
cierto que hubo viajeros e intelectuales de izquierdas españoles que
tuvieron información de primera mano, mantuvieron lazos fraternales
con la Unión Soviética e intentaron difundir su cultura en nuestro
país.
En esta monografía, dividida en siete capítulos bien delimitados,
tras una elocuente introducción para situarnos en el propósito del
texto, el historiador barcelonés indaga en las diferentes razones de
la extensa lista de viajeros que vieron, desde sus diferentes
convicciones personales, lo que sucedía con aquel detonante
revolucionario que a muchos de ellos les pareció urgente y
necesario, habida cuenta del “contexto de ruina y agotamiento
extremos” dejado por el mal gobierno zarista, pero a otros, pese a
ello, lo que vieron les resultó un atropello cruel y contradictorio,
impropio de un verdadero ideal comunista: el sometimiento feroz de
sus habitantes a los designios del partido.
A
Moscú, nos cuenta Navarra,
llegó el novelista Juan
Valera
a curiosear el costumbrismo ruso, Francesc
Maciá
fue en busca de apoyo financiero a su movimiento revolucionario
separatista, el republicano Luis
Morote
se desplazó con ojo crítico y habló en su libro de viajes de la
situación rusa desde su óptica regeneracionista. Ángel
Pestaña,
en cambio, acudió en 1920 a una misión especial: adherir a la CNT a
la Tercera Internacional. Las conclusiones del dirigente español al
ver lo que allí se cocía en las alturas del poder fueron bastantes
desfavorables. Sin embargo, Andreu
Nin
conoció a fondo los entresijos del poder en la Rusia soviética y
fue el que más claramente se alineó con el comunismo incipiente.
Ramón J. Sender,
otro ilustre viajero, escribe lo siguiente: “en Moscú no se sabe
dónde acaba el obrero y dónde comienza el soldado”. Fernando
de los Ríos,
por otro lado, hombre templado y racional, llega a la capital rusa en
representación de una comisión socialista y escribe categóricamente
en su libro de viajes: “Rusia intenta construir una
Sociedad-estatal, más bien que un Estado-social”...
En suma, El espejo blanco es un texto documental revelador, que no precisa de un lector especializado, pero al ser un libro minucioso y perspicaz rehúye de cualquier lector perezoso. Andreu Navarra firma un estupendo ensayo en el que su verdadero valor reside en el rigor de los archivos históricos que maneja, un conjunto bien armado de citas y notas que, a su vez, ponen voz a figuras relevantes de la reciente historia española del siglo pasado para conocer sus puntos de vista sobre el acontecer de la nueva Rusia revolucionaria y comunista. En 1989 la URSS se desintegraría, quién lo diría, y las esperanzas de los demás regímenes comunistas satélites se desvanecerían irremisiblemente, de igual modo.
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