Esta es la línea narrativa marcada por Silva, ceñida a textos contrastados como los que corresponden a José Antonio Maravall o al trabajo del historiador francés Joseph Pérez, titulado La revolución de las Comunidades de Castilla, sin menoscabo de una complejidad, que recoja y sintetice, con la mayor honestidad y solvencia posible, unos acontecimientos determinantes que pudieron haber cambiado el rumbo de gran parte de nuestra historia: “En ese relato histórico se mezclan y alternan los recursos literarios y la vocación de transmitirle al lector una idea cabal de los hechos, a través de una información suficiente y dándole cuenta de su origen y fiabilidad, labor esta que quizá se juzgue más propia de un oficio que no tengo, el de historiador”. No podemos dejar de señalar que, además, el texto comparte capítulos escritos en primera persona sobre vivencias propias del autor que, de alguna manera, reflejan una conciencia entusiasta y ponderada de su identidad castellana.
Silva aborda, desde lo documental, la sustancia narrativa propicia para que la materia histórica encaje sin fractura en un relato potente, que, aunque no excluye la conjetura, se asienta en una buena puesta en escena de personajes fascinantes. Juana la Loca es liberada por los comuneros para investirla de legitimidad, pese a que ella nunca quiso actuar contra su hijo Carlos. Siguiendo con la galería de personajes, aparece Adriano de Utrecht, obispo de Tortosa, virrey de Castilla y hombre de confianza del rey, que acabó siendo coronado Papa con el nombre de Adriano VI. A lo largo de los capítulos aparecen con mucha visibilidad Juan Bravo, Francisco Maldonado y Juan de Padilla, los tres capitanes impulsores de la revuelta que finalmente fueron ajusticiados. Además de estas ejecuciones acabaron en el patíbulo el obispo Acuña, Pedro Maldonado y hasta un total de veinte procuradores de la Junta de Tordesillas.
Por otro lado, un papel importante en el relato es el que otorga el autor a la esposa de Padilla, María Pacheco, quien, después del fatídico final de su marido, acabó gobernando Toledo durante bastantes meses. Su figura había ganado popularidad al son de su grito, pregonando que ella luchaba para dejar de cobrar el dinero que le correspondía como noble procedente de los impuestos reales abusivos que se obtenían de la gente. Siguiendo la ruta por la que esta mujer luchadora continuó sus pasos, el libro la sitúa en Portugal, concretamente en Oporto, al cabo de diez años de la revuelta, muy delicada de salud. En aquella huida que la lleva a la Puerta del Cambrón por la cuesta de Santa Leocadia, Silva recuerda que “los portugueses nunca la entregaron, como pedía el emperador, ni siquiera después de que este se casara con la infanta Isabel de Portugal”.
Aquí hay que tener en cuenta que el interés que suscita Castellano no depende solo del tema tratado, sino del modo en que está urdida la narración. Este es un libro sobre la identidad como sentimiento personal, en la medida en que su autor la ve, como una forma de relacionarse con el mundo. Y esto podría ser el eje que vertebra el sentido del relato. Según nos cuenta Silva, la identidad castellana es un buen epítome para eso, porque Castilla representa una lengua universal, una lengua que para hablarla no se precisa haber nacido en Castilla, y donde surge un sentimiento que está presente en la propia revolución comunera, que se podría resumir en la aversión al vasallaje de un emperador, señor de Europa, que viene a usar como súbditos a los castellanos sin tener en cuenta sus intereses.
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