Con cada libro que publica, Ramón Eder se confirma como el aforista vivo más singular y prolífico del panorama literario español. Sus aforismos, tan desnudos, irónicos y vívidos, dejan en evidencia casi todo aquello elevado y académico en torno a este género tan exigente, donde el matiz de cada vocablo es esencial. Eder lo viene haciendo de forma continuada, sin apenas levantar la voz, con esa gracia y desparpajo tan característicos suyos matizados por la retranca y el humor. Le importa que sus miniaturas observen el mundo y lo cotidiano como verdades a medio decir, buscando el sentido de la vida, sin prisas, para que el lector ponga sobre dicho sentido una mirada atenta hasta obligarle a detenerse y a pensar, antes que nada, en lo que el autor expone como escritor, como subraya aquí: “Todo escritor acaba siendo un actor que interpreta a una persona que escribe”
Viene ahora con Las estrellas son los aforismos del cielo (Renacimiento, 2024), una nueva entrega de trescientas sesenta brevedades, rehuyendo, como es habitual en él, del aforismo edulcorado y postizo, poniendo distancia a cualquier ocurrencia o moralidad añeja. Porque lo que le gusta de verdad a Eder es provocar la sonrisa y el desconcierto en el lector que sabe leer entre líneas, al que, además, le impele a releer lo escrito para hacerle sopesar la verdad con la que esa verdad se oculta, importándole más la discreción que la elocuencia, la sencillez que la retórica, como denotan estos aforismos escogidos a vuela pluma: “Las librerías tienen algo de islas del tesoro en las que buscamos un libro que sea un tesoro”; “El arte de olvidar lo que habría que olvidar mejora la vida”; “El que sabe pedir sabe que no debe pedir demasiado”.
Su estilo, por otra parte, efervescente y ligero, se ciñe a una especie de refutación dispuesta a refundirse en una idea, en un vislumbre o en una paradoja capaz de despertar nuestra perplejidad, hasta incluso convertirla en una mueca risueña, como es el caso de estas epifanías: “La vida es buena solo si se tiene un buen final”; “Los mejores libros son los que nos dibujan mientras leemos una sonrisa en el rostro”; “Los pesimistas de pacotilla son los quejicas”; “Las mujeres se perfuman para que las recordemos”. Hay una mirada filosófica que toca con levedad lo que tradicionalmente se ha llamado vida contemplativa que, en Eder, no es sino una vida empapada de atención, de experiencia y de humor, como apuntan estos otros tres aforismos: “El mes más cruel es el último”; “Hay amigos a los que ya solo nos une un imperdible”; “Los fantasmas no existen pero insisten”.
Son ya muchos los libros de aforismos publicados por Eder que avalan su buena reputación en estas lides literarias, en un género de apariencia sencilla, pero muy puntilloso, tan preciso de inventiva como de buena mano en su confección. Talento y perspicacia conforman, junto a una buena dosis de escepticismo, su marca de tinta que, en esta ocasión, se acrecienta con el destacado humor que luce, quizá su libro más desenfadado y humorista. No hay página en él en la que no encuentres motivos para levantar la cabeza, marcar una sonrisa y volver animado para toparse con sorprendentes paradojas, relámpagos, pepitas, minucias refinadas, sutilezas, regusto por lo clásico o agudezas que tratan de decir algo nuevo que tal vez sabías y habías olvidado, que merece la pena ser releído y recordado.
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