Decía
Jaime Salinas que un editor es una especie de go-between,
de intermediario, entre el escritor y el lector, y esto, que parece
simple, requiere de una vocación concienzuda e inquieta. Periférica
es un sello independiente que, en sus siete años de existencia, se
ha hecho un hueco entre las editoriales españolas, en esa labor
impagable de ofrecer calidad literaria por encima de réditos
comerciales. Su alma mater, Julián Rodríguez, es, ante todo,
lector, y cuida con mimo de que su catálogo sea la fortaleza y aval que
determine el perfil de ese rostro periférico. En los últimos
tres años, gracias a la creación de la colección roja de
Periférica, Largo recorrido,
he leído a autores desconocidos del siglo pasado que me han deparado
grandes satisfacciones, como: Gianni
Celati, Fogwill,
Elisabeth Smart
o Christopher Morley
con La librería ambulante.
De manera que de un tiempo a esta parte las publicaciones del sello
extremeño son cada vez más familiares para mí y no dejan de hacerme
compañía.
Ayer
leí, de una sentada, un libro de esos que llegan al corazón y creo
que, en mi caso, permanecerá por largo tiempo. Los
amores de un bibliómano, de
Eugene Field
(Saint Louis, 1850 – Chicago, 1895), publicado hace dos meses por
Periférica,
es, por encima de todo, un homenaje a los libros. Y es también una historia de amor y un elogio de la
amistad que el propio autor profesó en tantos años hacia un
reducido grupo de amigos que, como él, se embarcaron en la felicidad
de leer y releer a lo largo de sus vidas. Los amores de
un bibliómano tiene la apariencia de novela, pero se acerca más al ensayo-ficción camuflado en la biografía del escritor de Missouri; un texto apasionado y ameno. Desde las primeras páginas, Field,
a través de su protagonista, deja constancia de las ventajas que el
amor a los libros tiene sobre otros tipos de amor: ...las
mujeres son por naturaleza volubles, y los hombres también; su
amistad es susceptible de disipación a la mínima provocación o a
la menor excusa. No ocurre esto con los libros, porque los libros no
cambian. Dentro de mil años serán lo que son hoy, dirán las mismas
palabras, expresarán la misma alegría, la misma promesa, el mismo
consuelo; siempre constantes, ríen con los que ríen y lloran con
los que lloran, (pág.13-14).
Eugene Field
habla de los libros con tanta entrega y entusiasmo que contagian al
lector. Venera tanto el amor a los libros que anima a leer sin
descanso hasta en la cama: ningún libro se aprecia de verdad
hasta que no nos lo llevamos a la cama y soñamos con él,
(pág. 29).
Los
capítulos que siguen a estos primeros arranques nos hablan de los
cuentos de hadas, de los inicios de la afición al coleccionismo, de
los placeres de la pesca, de libreros e impresores antiguos y
modernos, de los maravillosos olores que desprenden los libros o del
gusto por los catálogos. Entre estas divagaciones aparecen charlas
entretenidas de amigos al calor de la chimenea, bajo la compañía de
una buena copa, que se interrumpen de vez en cuando para dar paso a
los poemas del juez Methuen, uno de los personajes más carismáticos y omnipresente a lo largo de todo el relato.
Esta
obra de Field
tiene el encanto de otros tiempos, de una nostalgia reservada a los
letraheridos aquejados del virus incurable de la pasión por los
libros. Pero sobre todo, Los amores de un bibliómano,
es una novela deliciosa, repleta de inteligencia y humor sobre los
placeres de la caza del libro, que es como les gusta a estos
fetichistas llamar a la aventura del coleccionismo de libros.
Nada
más que por el título y la extraordinaria portada merece la pena
curiosear su interior; cuando el lector esté dentro, es seguro que el germen lo infectará del gozo que atesoran sus páginas.
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