Cada
vez entro con más frecuencia en los libros de poesía como quien va
a cultivar su jardín, buscando quizá un paisaje en el que
reconocerse o simplemente a verlas venir llevado por la curiosidad y
por la incógnita que suscita todo poemario. No he podido resistirme
a escribir unas líneas sobre la antología poética reunida en este
estupendo libro de Karmelo C. Iribarren
(San Sebastián, 1959). Uno tiene grabada en su memoria aquellas
palabras del viejo profesor de bachillerato que en clase de
literatura, subido en el estrado, subrayaba con voz engolada aquello
de que la poesía es la excelencia del arte de la escritura, la cima
reservada para los elegidos: los poetas. Y a partir de ahí, el viejo
catedrático soltaba esa retahíla de adjetivos espesos y
rimbombantes para ensalzar este género, el más selecto de todos, el
abrigo para almas enamoradas, el vestidor para jóvenes románticos,
el consuelo del lector apesadumbrado.
Podríamos
decir que la poesía, en un momento de mi vida, me pareció un lugar
extraño y propicio para seres raros y enfermizos, un hogar para
almas en pena sobrellevado por la palabra eufónica y delirante que
el poeta esculpía con el cincel de la glosa, de la melancolía o de
la épica. Sin embargo, cuando el tiempo transcurre por tu vida y te
da la oportunidad de encontrarte con más textos poéticos, como los
que aparecen en La ciudad (Renacimiento,
2014), esa armadura
evocada por el recuerdo del instituto rechina porque, como bien
indica el escritor vasco, la
prosa de la vida está llena de poesía.
De ahí que muchos lectores hayamos tardado en ver la verdadera
enseñanza que encierra el artificio de un poema, ese que sale del
tiempo, de la imaginación, de las palabras, de la gente, de la
noche, de las ciudades. Cuando te encuentras con un libro como éste,
aprendes a mirar la poesía de otra manera, sin grandes pretensiones,
solo con la actitud de observar al poema como una pieza sacada de un
rincón del armario, del espejo, de la acera, de esa mirada propia
del que lo escribe y te lo muestra sin más.
Lo
más importante para cualquier artista es aprender a mirar. Para
Karmelo C. Iribarren
mirar significa descubrir cómo pasa el tiempo sobre las cosas. A
veces estas cosas no son lo que parecen. Las metáforas que se
suceden en su poesía nos explican el estado de ánimo con el que
explora la vida cotidiana, sin que necesite utilizar muchas palabras,
solo las justas, no más, él es un poeta de lo esencial y de lo
escueto.
Siempre
me ha dado por pensar que a los poetas les interesa el amor, la
muerte y el devenir del tiempo más que a nadie, porque son
conscientes de su valor: todos estamos hechos de ese asfalto de
tiempo, afectos y pérdidas, una carretera de ida y vuelta por donde
transitamos hacia el futuro o al pasado, para imaginar o para
recordar.
Esta
antología abarca la trayectoria poética del escritor donostiarra
que va desde 1985 al 2014, y en todo ese período sigue su curso por
todos estos ejes y en todas sus facetas: hay poemas que glosa su
condición urbana de paseante; otros ensalzan a la mujer como el
alumbrado máximo de la vida; en otra parte, se asoma a la barra del
bar para mostrar sus resacas, los límites de seguir vivo y sus
infiernos personales. No hay nada extraño en sus versos porque
Iribarren responde de
su experiencia de vida en sus poemas hablando de todo lo que se
configura y acontece en la ciudad donde vive: desde los charcos de
las aceras, las calles solitarias, las sombras fugitivas de la noche,
los gatos, hasta el suspiro de una simple bolsa de plástico volando.
En
el prólogo del libro dice José Luis Morente que
el protagonista verbal de Karmelo C. Iribarren
desdeña la impostura y esto se percibe rápido porque el lector nota
que se encuentra ante un libro verdadero, cercano y afectivo que
revela confidencias, impresiones y preocupaciones sentimentales que
nos recuerdan ese sentir barojiano establecido entre la vida y la
misma literatura.
La ciudad
es un libro sustantivo y pleno de metáforas donde se conjuga el
humor y la ironía con el desencanto de una vida que interfiere en
asuntos propios de aquí y allá. Iribarren
emociona y conmueve, sin tener que acudir al amparo del adjetivo, un
poeta sobrio y sin retórica, capaz de convertir en poema cualquier
detalle mínimo que sucede en las entrañas de la ciudad, un
compositor con muy buen sentido del ritmo y de la concisión, algo
bastante infrecuente en tantos poetas del momento, y esto, los que
somos más prosaicos, lo celebramos a rabiar. [Reseña
241]
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