La
historia de la literatura está plagada de libros donde la relación
padre-hijo estalla en desencuentros, odios, crímenes y liberaciones.
La importancia de la figura del padre en la escritura es milenaria.
Desde el Pentateuco hasta los libros proféticos de la Biblia,
desde las
tragedias griegas hasta la épica romana hay toda una extensa nómina
de obras que abundan en esa temática. En el teatro de Sófocles,
la trascendencia del progenitor en el destino de sus hijos es casi
tan sagrada como cruel. En cambio Virgilio
nos revela en su epopeya cómo Eneas
no demora la tarea que le había encomendado Anquises,
su padre, emulando su figura como artífice para continuar con la
saga en busca de esa liberación que los dioses ya le habían
predeterminado.
Kafka
y otros muchos escritores han considerado la figura paterna un serio
obstáculo para el desarrollo de sus vidas y han bajado a los
infiernos de sus experiencias para relatarnos con detalle el pasado
oscuro de sus progenitores, hombres crueles que les marcaron y
mancillaron su infancia y juventud. La muerte del padre es un
acontecimiento crucial, un detonante que cierra la gran paradoja de
la existencia: enterrar a quien engendró la vida, liberarse de su
influencia.
El
ensayista, filósofo y escritor Pascal Bruckner
(París, 1948) tuvo que vivir esa paradoja hasta que su padre
falleció. Su liberación definitiva no llegó hasta que logró
escribir Un buen hijo
(Impedimenta, 2015) que concluye con un sentido epílogo en el que
afirma que el regalo más hermoso que le hizo su padre es la certeza
de haberle permitido pensar mejor pensando contra él. La literatura
como rescate cuenta con libros como este donde esos dilemas
ineludibles de la existencia tienen correlación y sentido. “El
mundo –como dice el autor en el último párrafo– es una llamada
y una promesa... y mientras sigamos creyendo, mientras sigamos
queriendo, estamos vivos”.
Este
libro lúcido, directo y sincero condensa todo el sentir de Bruckner
en relación a su padre y a la realidad abrumadora y terrible que
sobrellevaba, desde su infancia, pasando por su juventud, hasta
llegar a la madurez. El tono de esta novela autobiográfica arranca
intempestivamente en la primera página, en la que el narrador, de
apenas diez años, relata cómo en su oración recatada diaria le
suplicaba a Dios Todopoderoso que provocara la muerte de su padre. No
hay más razones para sospechar que detrás de la oración de un crío
desvalido se cuece un clamoroso calvario que pide o, más bien, exige
auxilio y rescate. Lo que viene a continuación no es más que una
vida marcada por la convivencia con un padre abominable y déspota en
la que a lo largo de los capítulos muestra hasta dónde llega el
desvarío de un hombre infame y mujeriego al que el narrador (el hijo) llama
verdugo, torturador y monstruo; un ser despreciable que somete
vilmente a su mujer a las peores vejaciones. Su comportamiento no se
ciñe al ámbito del hogar, sino que, fuera de casa, también dará
rienda suelta a su brutalidad como colaborador del nuevo orden que
enarbolaba Hitler.
Este padre, ingeniero de minas, derrocha una actitud rabiosa y
desconsiderada sobre todos los que no piensan y obran como él. Se
burla del humor de los Hermanos Marx
y deplora el cine de Chaplin.
Siempre aspiró a grandes posesiones y lo único que hizo en su vida
fue endeudarse hasta los ojos, para acabar en la ruina más absoluta.
Este personaje aborrecible y colérico acabará, después de haber
enterrado en vida a su mujer, en una residencia de ancianos,
tristemente abatido por la enfermedad, abandonado por todos, pero con
la insólita compasión de un hijo que, para perplejidad del lector,
muestra signos contradictorios con el triste desenlace de la
existencia de su infame padre.
Un buen hijo
es un hermoso libro, una novela perturbadora que no te deja
indiferente, de prosa ágil e intensa, una historia dura y reveladora
sobre un trasunto ominoso que cala en el sentir del lector, una obra
estupendamente traducida por Lluís María Todó,
que deriva en un ajuste de cuentas o, como dice acertadamente Juan
Manuel Bonet en su meritorio
prólogo, en un “parricidio literario”, que alterna el brío
narrativo con pausas reflexivas de mucho calado filosófico.
Es
necesario leer muchos libros para que los más interesantes, como
este que firma Bruckner,
decanten su jugo y trascendencia. Cuando esto sucede, entonces el
gozo recibido es enorme y duradero.
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