El
deseo aparece como un sentimiento, como un sobresalto o una explosión
dentro del cuerpo, escribe Siri Hustvedt
en su ensayo Vivir, pensar, mirar
(2012), pero siempre significa un ansia por algo y siempre nos empuja
hacia algún sitio, hacia eso que nos falta. Mientras que una
necesidad puede suponer una urgencia para el bienestar o para la
supervivencia del cuerpo, un deseo, como bien apunta la novelista
neoyorquina, existe en otro nivel de la experiencia. Puede ser
razonable o irracional, saludable o peligroso, pasajero u obsesivo,
débil o fuerte, y cuando ese anhelo raya en traspasar los límites
del mundo de otra persona, entonces la urgencia se puede convertir en
una inevitable pesadilla o en una triste derrota.
La
historia de adulterio que cuenta Francisco
Solano (Burgos, 1952) en
su última novela, Jugaban con serpientes
(Minúscula, 2016), responde a esas relaciones movedizas descritas
con tanta sagacidad por la escritora norteamericana en su ensayo que
conducen a la mayoría de la gente que se embarca en este tipo de
juego amoroso y sentimental en el que las urgencias y el desatino
llegan a trastocarlo todo. En este caso, el acoplamiento compartido
por los dos amantes de este relato solo aspiran en principio a
intercambiarse afectos y pasión en la intimidad mientras dure su
aventura. Pero el deseo urgente que va creciendo en el alma del
narrador anónimo de esta novela lo convertirá, como el mismo
personaje revela, más en un estratega que en un amante, sobrepasado
por ese anhelo arrebatador de conocer y comprender el lado ajeno, que
no es otro que el del marido engañado. Este es el lado perverso y
original del libro de Solano:
situarnos como lector frente a una historia sobre la inconsistencia
del amor, planteada desde la infidelidad conyugal, desde esa
geometría del triángulo amoroso, pero desde el lado del narrador
amante, un hombre que se apiada de sí mismo, de una situación que
casi le sobrepasa. Se siente intrigado y, al mismo tiempo, le corroe
la compasión por ese marido al que engaña como amante de su esposa,
quien ostenta por ley ese atributo concedido en el matrimonio y que
él no posee, aceptando el rol de ser un extraño oculto, el otro que
menudea en la vida de la misma mujer y que comparte, a ratos,
intimidad y secretos. Alguien dijo que el verdadero objeto de intriga
del adúltero, aunque él lo ignore, no es el amante, sino el marido
de ésta. El narrador de este melodrama sí es consciente de ello,
hasta el punto de que quiere saber más sobre su particular
existencia, una aspiración que legitimará aún más su aventura.
No
es verdad que el matrimonio sea indisoluble, como decía el humorista
gráfico español Chumy Chúmez,
sino que se disuelve fácilmente en el aburrimiento. Cristina
y
Santiago
pertenecen
a este prototipo de pareja aburrida y esquiva a todo tipo de
relaciones sociales, principalmente por él, un hombre discreto y
simplón que pasa la mayor parte del día entregado a sus quehaceres
administrativos en la notaría donde trabaja como oficial. El
matrimonio de ambos carece de entusiasmo y trascendencia, disuelto en
una vida lineal e insignificante. Sin embargo, sabemos por el
narrador, que para los que la tratan, la esposa como tal ha sepultado
a la verdadera mujer que encierra, aunque fuera del ámbito
matrimonial, Cristina
parece recuperar con su amante su gracia y esencia no realizadas
plenamente con Santiago,
su marido.
El
narrador de Jugaban con serpientes
se conforma aparentemente con su papel de amante, pero la
incertidumbre de contar con que la mujer decida abandonar al marido y
ofrecerle una relación diferente y más comprometida le azuza e
inquieta. Ante lo que le puede sobrevenir, una vez que conoce al
marido de Cristina
en su entorno laboral, decide indagar más sobre ella, pero sin
apenas peguntar, interpretando sus gestos y mirada que le conducirá
a crearse una inevitable dependencia de cercanía y arrebatos
irreprimibles de estar más con ella.
El autor es capaz de sorprender al lector dando un giro a lo que
parecía devenir en este melodrama tan bien urdido, y entonces la
mujer encuentra el salvoconducto ideal para librarse igualmente de
las ataduras de su amante tras el divorcio que se avecina: si gracias
a su marido lo eligió como amor clandestino, con la ruptura
matrimonial también perderá su función de amante y sustituto.
Así pues, este es un relato de una relación prohibida que aborda la
imposibilidad de aflorar un amor clandestino cuando ninguno de sus
protagonistas opta a cambiar otro papel que no sea estrictamente el
de amante. Atravesada por un clímax psicológico llevado muy
inteligentemente, esta novela, profunda e incisiva, pese a su
brevedad, no rehúye el conflicto moral del engaño amoroso
consentido, como tampoco pasa de puntillas sobre la complicidad que
dicho engaño requiere.
Solano
firma una novela en estado de gracia sobre las relaciones movedizas
del adulterio: concisa, hermosa y reflexiva, con una prosa eficaz y
contenida que subyuga al lector a seguir leyéndola atento hasta su
portazo final, un
hallazgo feliz que debo a la recomendación entusiasta del crítico
Ignacio Echevarría
en su columna semanal de El
Cultural
de hace poco y de la que propongo correr la voz.
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