Conocí
en la oficina del banco a un joven cliente español casado con una
japonesa que solía venir una vez al año a visitar a su familia y
que tenía una cuenta de ahorros abierta mucho antes de trasladarse a
Kobe, la próspera ciudad nipona donde vivía con su esposa desde que
se casaron hace unos años. Al tiempo de pasar unos días con sus
allegados, solía acudir a hacer alguna que otra operación bancaria
por ventanilla. En cierta ocasión se acercó a mi mesa a pedirme
asesoramiento sobre sus yenes ahorrados, buscando una mejor
rentabilidad de la que le ofrecían los bancos japoneses por aquellas
fechas. Hicimos amistad y, como sabía de mi interés por los haikus
y la cultura japonesa, me recomendó el libro de Ruth
Benedict, El
crisantemo y la espada (1946). Como ya conté hace casi cuatro años en una anterior reseña, a raíz de aquellos encuentros e intercambios de lecturas y de
autores, descubrí a Haruki Murakami
(Kioto, 1949), un escritor adorado por el joven matrimonio del que yo
apenas había oído hablar. Comencé con Tokio blues
(2005)
y After Dark (2008),
después llegaron a mis manos más libros suyos. Desde entonces y
hasta ahora, la obra del japonés conforma parte del imaginario de
lectura contemporánea de la que disfruto ininterrumpidamente.
Lo
nuevo y último de Murakami
publicado en nuestro país se aleja del género novelístico para
aterrizar en el ensayo autobiográfico, en la misma senda que su
anterior libro De qué hablo cuando hablo de correr
(2010). En esta ocasión, el escritor quiere estar cerca del lector y
mostrarle su escritorio, su taller, sus lecturas, sus influencias y,
de paso, las cuestiones sociales que le preocupan de su país. Para
poner título a todo esto acude igualmente al volumen de relatos
cortos de su venerado escritor Raymond Carver,
De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981).
Dice
el novelista nipón en los inicios del presente libro que “escribir
novelas no es un trabajo adecuado para personas extremadamente
inteligentes”. Según su experiencia, el que lo haga tiene que ser
consciente de que escribir una novela es ciertamente afrontar un
trabajo lento y sumamente fastidioso, y lo que es más duro, con un
rendimiento muy escaso. De qué hablo cuando hablo de
escribir (2017), editado por Tusquets bajo la impecable traducción de Fernando Cordobés y Yoko Ogihara, es un texto confesional y tiene por objeto abrirle al lector de par en par las puertas del
despacho del mundo literario de su autor, una oportunidad de conocer de cerca
cómo y por qué escribe, cuál es el mandato interior que le impulsa
a ponerse a escribir, y sus razones para no dejar de hacerlo, un texto
Hay
una cosa imprescindible y reveladora entre las muchas confesiones que
se desvelan en este libro tan personal y sincero, algo que otros
escritores contemporáneos, como Stephen King
o Orhan Pamuk,
también lo han subrayado en sus escritos: la lectura constituye un
entrenamiento que no debe faltar de ningún modo en la tarea de todo
escritor. Probablemente, advierte Murakami,
la lectura sea el factor más determinante a la hora de emprender la
elaboración de una novela y ponerla en pie, pues para hacerlo “hay
que entender, asimilar desde la base cómo se forma, cómo se
articula y cómo se levanta”.
Incide
también el autor de Kafka en la orilla
(2006), cómo fueron sus inicios narrativos escribiendo en primera
persona del singular masculino, algo que no dejó de hacer en su
carrera literaria durante dos décadas, aunque en algunos relatos sí
se sirvió de la tercera persona. Llegar a escribir novelas en
tercera persona le llevó su tiempo pero, como bien dice, supuso un
aumento exponencial de sus posibilidades narrativas.
De qué hablo
cuando hablo de escribir
tiene su origen hace seis años, y es un libro fragmentario a modo de
textos para ser leídos en una conferencia, en palabras del propio
autor. Sin embargo, el lector no va a encontrar ese revestimiento tan
academicista que supone asistir como espectador a una conferencia en
un aula magna. Aquí impera lo cercano, y el tono utilizado por el
escritor japonés es el de una conversación privada donde no se
requiere ningún tipo de protocolo ni de artificio, sólo tiene como
objetivo revelar opiniones personales sobre el hecho concreto de
escribir novelas. Los primeros seis capítulos se publicaron por
entregas en la revista Monkey,
el resto lo escribió más recientemente, incorporando otras
perspectivas y rituales propios, para explicar su taller narrativo.
Podría
afirmarse que Haruki Murakami
es un escritor que levanta pasiones o tibiezas. El lector que se
aproxime a su obra quizá obtenga más dudas que certezas al terminar
sus narraciones. No siempre encontrará mensajes cortos, ni
reflexiones de calado, ni un final que dé sentido a lo disperso en sus
páginas, pero sí encontrará siempre una suerte de inquietud, de
comezón, una especie de sospecha de que todo lo contado nos ha
tocado la piel y de que sigue resonando el tañido de su enigma, incluso
cuando escribe fuera de los límites de la ficción.
Murakami
encarna el prototipo de escritor solitario y reservado, capaz de
romper excepcionalmente ese molde para acercarse al lector de su obra
con una deliciosa propuesta autobiográfica llena de frescura, un
texto inteligente y sencillo que desvela lo que se cuece en el
universo creativo de uno de los autores más controvertidos y leídos
del panorama literario mundial.
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