El
nuevo cuaderno de la vejez de Aurelio Arteta
(Sangüensa, Navarra, 1945), catedrático de Filosofía Moral y
Política en la Universidad del País Vasco, autor de ensayos éticos
y manuales universitarios, prolonga lo que ya inició en A
pesar de los pesares
(2015), obra ya reseñada en este blog el siete de noviembre del
mismo año, su cuaderno primigenio, sobre la experiencia existencial
que conforma la vejez, el período más concluyente y más
definitorio de la vida. A fin de cuentas
(Taurus, 2018) es una continuación reflexiva de su anterior obra y
se ocupa, por tanto, de ese mismo enclave vespertino que asoma en la
edad tardía, la vejez, para mostrarnos el valor, la enseñanza, la
anomalía y la pesadumbre que gira alrededor suya.
La
uva verde, la madura, la pasa, todas son mutaciones, escribe Marco
Aurelio en sus Meditaciones,
no para no ser, sino, precisamente, para ser lo que no se era. Y
añade: “Piensa en qué estado conviene hallarse, de cuerpo y alma,
cuando te sorprenda la muerte; reflexiona sobre la brevedad de la
vida, la infinidad del tiempo pasado y venidero, y sobre la poca
consistencia de todo lo material”. El otro Aurelio,
Arteta, buen conocedor de estas
máximas, despliega un texto intenso que pone su acento en ese fluir
del tiempo y su inevitable punto final que llegará sin avisar a
nadie, y parte de una cita de Simone de Beauvoir
que resume en gran medida el objetivo de su libro: “No sabemos
quiénes somos si ignoramos lo que seremos”.
No
es normal envejecer con naturalidad. Envejecer, dice Arteta,
tiene sus cosas buenas, como el declive de la ambición, la
competitividad y los asaltos del deseo sexual. Pero envejecer,
apunta, lleva consigo una acumulación de discapacidades. En la
novela Elegía
(2006),
de Philip Roth, el
protagonista, un jubilado de setenta años cumplidos, distanciado de
su propia familia, debe enfrentarse a su propio deterioro físico.
Vive atormentado de su estado deplorable y proclama que “la vejez
no es una batalla; la vejez es una masacre”. A fin de
cuentas examina la vejez y
la muerte, pero lo hace desde una mirada esperanzadora, más que de
fatalidad, enfocada como algo consustancial a la vida, y, por ello,
tan natural como determinante. Hablar de la muerte es necesario, es
el gran misterio de la vida, viene a decirnos. Y para condensarlo
recurre a esta cita de Ramón Andrés:
“La muerte no está al final de la vida; está en el centro”.
Todo
el libro es un devenir de diálogo introspectivo en el que transcurre
la vida y su evolución a través de los años, proclamando “vivir
casi ensimismado para vivir con mayor sentido”. Vivir la vida en
momento presente. No cuenta otro tiempo. El universo y la vida, nos
dice el filósofo, es un misterio lleno de preguntas. La vida es el
arte de sobrevivir, de sortear la adversidad. Pero la muerte siempre
viene a molestar. Se cuela sin pedir permiso. Todos seremos anónimos
en el tiempo. Muchas de las reflexiones y citas que pueblan las
páginas del libro se circunscriben a esa relación tan equidistante
que la vejez y la muerte forman entre sí. El destino del ser humano
consiste, justamente, en pasar al olvido. La vida es breve,
escribe Mankell en
Arenas Movedizas
(2015), en tanto que la muerte dura mucho, muchísimo.
A fin de cuentas
contiene muchas escenas de vida, pensamientos y paradojas sobre la
complejidad de envejecer con dignidad, de sobrevivir a un presente
continuo que pondrá punto final a ese espejo retrovisor en el que
contemplamos lo que quedó tras nosotros, y donde tampoco faltan
vivencias brillantes, humor, ni momentos de sinceridad. Infinito es
el número de las bifurcaciones que concede la vida en su recorrido
hasta situarse en la vejez, pero, a la postre, el trayecto es único. El ser humano, al fin y al cabo, viene a constatar Arteta,
es el que llega a una edad para la que no se preparó, y, encima,
cargando sobre sus hombros un cesto abultado de memoria y nostalgia.
La
vejez y la muerte son dos grandes temas de la literatura, un binomio
que se ajusta más a ese peldaño de vida acumulada en la que los
años dan una amplitud de miras al significado de vivir. Este libro,
al igual que el tomo anterior, no es una apología de la vejez, pero
se aproxima; no es un tratado filosófico, pero sí contiene mucha
argumentación ética y moral de lo que la vejez tiene de didáctica
infalible.
A fin de cuentas
es un libro lúcido, que ofrece una mirada crepuscular del paso del
tiempo, una visión del mundo desde la edad tardía del autor, que otea desde esa atalaya
propia de la vejez, para hablarnos del sentido de la vida, a la que contempla con un decidido empeño de autoestima y respeto.
La
vejez, como la vida misma, siempre aceptará miradas múltiples y
contradictorias, porque es una etapa laboriosa y fecunda, en el
sentido que le daba Cicerón,
de llevar siempre algo entre manos con igual inquietud que en los periodos anteriores de la vida. Aurelio Arteta
comparte, con mucha sabiduría y tono vital, esta suerte de examen
que a cierta edad nos espera a la mayoría.
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