Escribir
sonetos en la poesía de hoy es una rareza. Dicen los poetas que está
pasado de moda, y es que, ajustarse a las exigencias técnicas a las
que obliga el soneto clásico, requiere de una madurez y de un
constante esfuerzo que no todos los que escriben poesía logran salir
airosos de tamaño empeño. El soneto es como la piedra angular en la
que descansa gran parte de nuestra poesía desde que Boscán
y Garcilaso lo
introdujeran con éxito en nuestra literatura bajo el soplo
influyente de Petrarca.
Lo han cultivado con solvencia poetas contemporáneos tan dispares
como Gerardo Diego,
Rafael Alberti,
Lorca, Miguel
Hernández con su libro El
rayo que no cesa, y en las
obras de la generación de la posguerra hasta Blas de
Otero, Ángel
González o Carlos
Edmundo de Ory que lo hicieron
con fervor y espíritu renovado.
Hoy
traemos a esta bitácora de lecturas el último libro del poeta y
traductor Juan José Vélez Otero
(Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1957), Pasmo
(Valparaiso, 2019), con prólogo de Luis Alberto de Cuenca
en el que nos confiesa que contiene “cuarenta y cinco sonetos de
forja impecable, sin una sola alteración silábica ni rítmica. Una
de esas escasas series de sonetos a los que no puede ponerse pega
formal alguna”. Que lo diga un poeta como él, que también ha
practicado con notoriedad esta variante rítmica, pone en alza la
arquitectura del poemario y su valía.
En
ese desafío compositivo, Vélez Otero
ha querido reconducir su modo de percibir el mundo acotándolo en una
partitura en la que su pauta rítmica se despliegue bajo el
endecasílabo para mayor significancia y brillo. Cada poeta tiene un
recorrido propio y, aunque los recorridos son infinitos, el lector
percibe que este libro del poeta gaditano encuentra esa forma
particular de manifestar su vivencia personal de la realidad que le
inquieta en un conjunto poético en el que el formato elegido, se
adecua a ese ritmo deseado y persuasivo que encaje palabra con
palabra y enlace sonido con sonido, y alumbrar con maestría el
soneto capaz de trasmitir lo indecible.
El
libro viene dividido en tres secciones. En la primera, que consta de
catorce sonetos, el poeta nos habla desde la madurez y nos va
mostrando las consecuencias del paso del tiempo: “Murió la vida y
anda entre reflejos / buscando explicación inexplicable; / vivió la
muerte, deuda inacabable, / saludando a la dicha desde lejos”. Y
amplía en los versos que siguen: “Este hombre sin dónde ni sin
cuándo, / extranjero en sí mismo y de la vida, / anda mordido, sin
saber, buscando / al otro que perdió.” Y en otro pasaje el sujeto
lírico reflexiona: “... la ciudad / ha cambiado; también yo con
la edad / veo todo más triste y amarillo.” Y como consecuencia,
alimentan su quehacer poético la pérdida de la ilusión, la
desesperanza: “Hundidos los cimientos, no sostengo / ni porvenir ni
ayer, y en el presente / se me pudre la historia, la simiente / de la
ilusión que tuve y ya no tengo.”
En
la segunda parte los sonetos miran más a los placeres cotidianos y
sus paradojas, al amor, el desamor, el malestar de una gripe, el gozo
de oír música, la soledad: “Me gustas como el aire, como el vino,
/ lo mismo que me gustan los pasteles...” Podríamos decir que el
sujeto poético se convierte en algo más carnal, más humano: “Ah,
de tu boca, amor, y no respondes / ah, de tu boca roja rosa
esquiva...” La edad que todo lo muda inexorablemente: “Perdí mi
tren y tengo ya cincuenta / cincuenta primaveras bien cumplidas;
/.../ El chicle de mi edad no sabe a menta, / más bien sabe a
alcanfor. /.../ La luz de la ilusión duerme al sereno; / también te
fuiste tú. No me dejaste / ni un vaso en que beberme mi veneno.”
Aquí la ironía es un arma de la que se valen sus versos para
mostrarnos un alejamiento que le permite distanciarse de sus
tribulaciones.
En
la tercera parte resuena ese pulsar del tiempo: “Tic-tac, tic-tac,
tic-tac, era la vida...”, en el que está presente el desengaño,
pero también los gozos de una infancia que se fue con sus días
felices. El sujeto lírico se siente perdido y se busca, pero no
encuentra respuestas a la sinrazón de la vida y le pregunta a dios:
“¿Y a Ti quién te pidió que me nacieras?” para decir más
adelante: “Estás, no des más vueltas atrapado, / no existe
solución, eres humano.” En esta parte el poeta recurre a la
contemplación de algunas fotos de otras épocas de su vida pasada
para contrastar aquellos momentos que congeló la imagen con la cruda
realidad del momento en que vive. En esta ocasión su decir es más
existencialista, ha perdido, en cierta medida, el tono irónico que
le servía como máscara y se acerca de frente a una verdad con la
que no está de acuerdo, pero que asume como inevitable y, a su vez,
le permite sobrellevar su día a día.
Pasmo
en su conjunto es un poemario muy humano y nada condescendiente ni
apacible. Sus sonetos reverberan crudeza y nostalgia, apelan a la
reflexión sin omitir las pérdidas y angosturas de la vida, pero con
la dignidad, conciencia y cordura de cincelar una verdad esencial que
transcurre por todo el libro: el paso del tiempo, un mismo devenir
para todos. Y lo mejor del libro es que nos hace pensar y, al mismo
tiempo, se deja leer con gusto, desde esa claridad con que se nos
muestra lo sincero, lo abierto a la verdad.
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