viernes, 18 de diciembre de 2020

Escritura salteada

En una época como esta de pandemia que nos está tocando vivir, en la que sigue prevaleciendo lo efímero e intrascendente, lo mediático y las redes sociales, Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) reivindica lo contrario: la búsqueda de la sabiduría que ponga sentido y pausa mínima a esto que llamamos vivir y que tiene mucho que ver con el recogimiento, la experiencia de estar solo, la observación de las cosas y el pensamiento. “Es bueno levantarse cada día sabiendo para qué”, nos dice. Cuando el mundo está como está, y la banalidad se expande, llega él con sus aforismos –una suerte de atención concisa e intención reflexiva sobre lo que acontece–, poniendo su perspicacia afinada en frases sencillas en las que condensa muchos de los entrecomillados de la vida.

En Café de techos altos (Renacimiento, 2020), su nuevo libro de aforismos, hay un aluvión de proposiciones y verdades que intentan amablemente continuar en ese rasgo suyo tan personal de tocar con los dedos, al menos para palpar de manera breve, fecunda y discreta, lo que pasa a nuestro alrededor. Para Eder, como dejó ya dicho en Ironías, uno de sus libros más celebrados, hay que empeñarse en llevar el sentido filosófico del aforismo al secadero práctico de la vida: “Toda filosofía que no nos enseña a vivir mejor es un abominable juego de palabras”, sostiene. Es consciente de la carga poética y filosófica que envuelve al aforismo, lo que no le impide asegurar que “El género aforístico, aunque trate de temas serios, siempre tiene algo lúdico”. Por eso añade con la retranca que le caracteriza que: “La crítica literaria no sabe si debe considerar al aforismo como poesía o filosofía y afortunadamente deja el asunto entre dos aguas”.

Eder es sin duda uno de los referentes destacados del género aforístico de nuestros días, el más prolífico, una voz singular que también tuvo tiempo para dedicarse a la poesía o al relato breve, pero que durante los últimos veinte años se ha ceñido exclusivamente al ministerio de una escritura tan exigente y arriesgada como es la del pensamiento breve. Para él es mucho lo que el aforismo incluye como arquetipo: humor, ligereza, epifanía y hondura. Siempre nos sorprenden sus hallazgos. Sobre el significado del aforismo tira de ingenio y donaire para afirmar que es “humor refinado”, “juego de palabras revelador”, “paradoja inquietante” o “burla sublime”. Incluso se atreve a nominarlo con cierta picardía como “erotismo de la inteligencia”.

A través de sus relámpagos, como a él le gusta llamar a esta forma de escritura híbrida y abreviada que encarna el aforismo, el escritor navarro encuentra su mejor manera de interpretar el mundo, sus puntos de vista propios sobre los asuntos domésticos y universales, un vehículo que le permite esbozar pensamientos, perplejidades y paradojas en las que contemplar un trozo de la realidad bajo una nueva luz a la que no le falta su chispa de humor en muchos de ellos, como por ejemplo en estos tres reclamos: “Todo está en los libros excepto los cuerpos que amamos”; “Los hay que cuando se encuentran bien van al psiquiatra”; “Se creía un pensador pero era solo un pensativo” .

Cuando uno lee a Ramón Eder, le vienen al paso, como un señuelo, los destellos que otros clásicos del género pusieron en su escritura. Me estoy refiriendo a autores de la estirpe de Jules Renard, Lichtenberg, Karl Kraus o Nicolás Gómez Dávila, escritores que desde la sobriedad de sus textos breves nos hacen sentir inteligentes y avispados, sin tener que acudir a ningún tipo de retórica ostentosa. Eder se sitúa en la misma línea de flotación que estos maestros del aforismo hicieron para poner rumbo y puerto a sus brevedades. Se sirve de su mismo deambular, concentración y parquedad como manera reducida de encauzar al lector en su tránsito literario por sus aforismos. En ese sentido tiene claro, y así lo subraya, que “Un aforismo es medio aforismo hasta que el lector le añade la otra mitad”.

En ese sentir y empeño, la lectura de Café de techos altos, nos pone de nuevo ante un escritor curtido en estos lances de incorporar al lector al espíritu de sus piezas teniéndolo siempre muy en cuenta. Su credo literario aspira a eso, y para tal menester, a esa forma de entenderse con las palabras más sencillas, sin más artificio retórico que fijar su atención en lo contemplado con cierta chispa y descreimiento. Ese es su estilo, apartado de cualquier solemnidad, del que se vale con gracia y naturalidad para incitar al entendimiento del lector, como se cierne en este aforismo lleno de sagacidad y maestría: “Son muy importantes los escritores que nos dicen lo que ya sabíamos, pero que no sabíamos que lo sabíamos”.

Son ya muchos los libros de aforismos publicados por Eder que avalan su buena reputación en estas lindes literarias, en un género de apariencia sencilla pero muy exigente, tan preciso de inventiva como de buena mano en su confección. Ensamblarlo en un volumen como este que contiene más de cuatrocientos aforismos resulta una apuesta aún más minuciosa y determinante por lo que reclama de destellos continuados en su conjunto. Esta nueva colección suya participa de muy buenos ingredientes, con notas de intensa introspección y otras muchas que glosan sobre la literatura, que remarcan guiños a los libros, a la amistad, al talento, a la belleza, a la cultura, al saber estar. Dice en uno de ellos a este respecto: “El arte de irte antes de que te echen evita muchos disgustos en la vida”.

El aforismo, de aparente facilidad constructiva, posee una dificultad inusitada cuando se concibe como una concatenación que dé pie a escribir un libro de aforismos. Los libros de Eder poseen ese magisterio y talento que invitan a asistir a una celebración fecunda de fugas y vislumbres con la intención y calidez necesarias para convertirse en un ámbito de remanso y reflexión alejado de certezas prolijas, mucho más ocupado en provocar nuestra curiosidad y aguzar, por qué no decirlo, nuestro entendimiento.


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