lunes, 31 de octubre de 2022

Atisbos personales


“Me consuelo diciéndome que la verdad sobre las personas tiene poco que ver con lo que escriben sobre sí mismas. Aunque mucha gente cree que al escribir uno se desnuda, yo sé que en realidad uno se disfraza. Se pone otras caras, se vuelve a hacer de un modo en el que se mezclan la culpa, la frustración y el deseo, y el resultado es un personaje perfectamente despojado y honesto. Y eso no tiene ninguna solidez real. Una construcción así solo es posible dibujarla en papel”.

A la narradora de La encomienda (Anagrama, 2022), de Margarita García Robayo (Cartagena, Colombia, 1980), una joven de treinta años que vive bastante alejada de su madre y hermana, nada menos que a cinco mil kilómetros de distancia, no le importa rasgarse las vestiduras cuando examina lo que está escribiendo en el portátil que le acompaña a todas partes. Lleva una vida laboral precaria, realizando encargos esporádicos para una agencia de publicidad, al tiempo que tramita una beca para irse a Holanda a escribir un libro, un diario o, tal vez mejor, una novela, sin menoscabo de compaginar sus afectos con la gata que le da compañía y con el fotógrafo con el que mantiene una relación sentimental intermitente.

Le asalta esta reflexión central del libro, acerca de la escritura, cuando aparece de repente un día su madre y le cuenta que a ella también le gustaba escribir, y que lo hacía con inusitado interés. Se pregunta quién sería su madre por aquel entonces, cuando volcaba sus palabras en aquel diario del que habla. ¿Sería la misma que ahora prepara comida en su pequeño apartamento para que no le falte en la semana? ¿O sería otra inventada, dispuesta a vivificar sus conjeturas personales por medio de la escritura? Este mismo arrebato inquisitivo la incumbe también a ella. Nota que este asalto sobre el sentido de la escritura no para de arremeter en su vida cotidiana con inusitada facilidad. Incluso se cuela en las videoconferencias que mantiene cada quince días con su hermana, la que le manda encomiendas, paquetes que incluyen comida, dibujos de sus sobrinos o alguna sorpresa, como una vieja fotografía familiar.

La protagonista trata de reconciliar la verdad de su mundo, es su intención, compartir con el lector las vicisitudes de su día a día, compaginándolas, a retazos, con pequeños momentos de su infancia y juventud. Hay cabida para que otros asuntos se dejen ver y rompan lo acostumbrado: “Con qué rapidez se hace pedazos la cáscara de una rutina”, se dice. Porque aquí irrumpe también lo excepcional e inesperado, como en cualquier vida. Aquí hay objeciones que avivan el aturdimiento que arrastra su protagonista desde hace tiempo. ¿Qué hay de real y qué hay de ilusión en una mente tan agitada como la suya? ¿A qué obedece?

Digamos que La encomienda es una novela escrita en primera persona, cargada de sentimientos y sensaciones, llena de aristas e inquietudes, con muchas frases para la reflexión, dispuestas con sutileza y brío. Y siendo eso verdad, en este libro lo que más le incumbe a su autora no es otra cosa que ahondar en los modos de conectarse con la intemperie de su imaginación y con los hechos del pasado que conforma su vida, para traerlos al presente, como materia vívida de lo que importa tener en cuenta. Hacia allí pone rumbo su aventura narrativa, en torno a sí misma y a su extrañeza en aspectos como la identidad, la soledad, el parentesco, la infancia, el amor o el destino, sin alejarse de lo que pasa en la rutina de sus días así como de las vidas ajenas que la rodean: “Nadie está tan cerca de nadie. Nadie puede ignorar el abismo que lo aísla del resto”.


En La encomienda hay un sesgo de perfidia e ingratitud entrelazado con mucha perspicacia. La narradora, a todo esto, tampoco oculta lo que le molesta y, al mismo tiempo, habla también, aunque no la escuchemos, de lo que no dice, de sus silencios y de sus resquicios secretos. Afirma que “a veces el silencio es una forma de esconder lo frágil”. Tal vez sea ahí donde se sacude lo más importante de la novela, que no es más que lo suspendido entre líneas, dispuesto como si lo callado reclamara el altavoz del lector.

Podríamos concluir que lo que más interesa discernir entre lo que se vislumbra en este vibrante relato, tal vez tenga mucho que ver con lo que la narradora haya podido, o no, desprender de sus propios pensamientos y divagaciones, de lo que le pasa en su interior más que de lo que acontece afuera o está por llegar y surtir.


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