jueves, 7 de agosto de 2014

La buena política no caduca


Que la democracia es un espíritu y no tan solo una fórmula es lo que viene a decirnos el pensador inglés, ya desaparecido, Tony Judt. Y es cierto, porque si uno se para a pensar en la historia de las naciones que optimizaron las virtudes de lo que nosotros vinculamos a la esencia democrática, se da cuenta que primero vino la constitucionalidad, el Estado de derecho y la separción de poderes, eso que tanta controversia concitó a Montesquieu. La democracia, casi siempre, llegó lo último y, además, de la mano de sus correspondientes campañas electorales.

El intelectual Michael Ignatieff (Toronto, 1947) examina, a modo de confesión, en Fuego y cenizas, editado en Taurus (2014), el éxito y fracaso en política. El escritor y pensador canadiense narra su aventura, una biografía política conmovedora, como líder del Partido Liberal de su páis. Este salto a la política tiene analogías con otros intelectuales que también tuvieron esa ocurrencia, como Vargas-Llosa en Perú, Václav Havel en la República Checa o Carlos Fuentes en México, y te dan ciertas pistas que aquello no acabe nada bien. Y así es.

Este libro, que tiene mucho de crónica analítica, es también un ejercicio honesto de rendir cuentas de un fracaso político. Incluso, en un país tan civilizado como Canadá, los políticos han aprendido las artimañas de sus vecinos, los republicanos estadounidenses, e Ignatieff es derrotado, mejor dicho: es humillado. El consuelo le viene convenciéndose de que ha aprendido más de lo que necesitaba saber sobre la política real, esa que consiste esencialmente en ser un maestro del oportunismo. Para nosotros, lectores y ciudadanos de a pie, Fuego y cenizas es un acontecimiento revelador y una oportunidad de conocer a un hombre decente, más allá de las ideologías, que alerta sobre la manía política del populismo.

Michael Ignatieff quiso ser un político diferente y con vocación de cambiar las reglas de juego, pero no pudo. Cuenta cómo logró obtener su escaño y cómo, cinco años después, se presentó a Primer Ministro y se estrelló. Todo este proceso, hasta la estrepitosa derrota final, se encierra en las páginas de un texto autobiográfico, bien narrado, que parece invitar a la autocompasión, pero que el político de Toronto no consiente, gracias al orgullo del honor y la aceptación: Ser consciente de que puedes perder es la mejor garantía de que conservarás tu honradez, (pág. 221).

Muchas cosas fueron diferentes en la aventura emprendida por este prestigioso intelectual pero, quizá, su testimonio de derrotado es el que más lo eleva al rango de servidor público intachable. Fracasó con honor como tantos otros intelectuales lo hicieron: Cicerón, Maquiavelo, Max Weber..., pero lo mejor de Ignatieff es su salida indemne de la refriega política porque su sensatez está por encima de resentimientos y envuelta en un halo permanente de esperanza: En el momento en que empiezas a ver un país como un ejemplo de voluntad cotidiana y sostenida en el tiempo, entiendes por qué son importantes los políticos, individuos que reúnen en una misma habitación a personas que quieren cosas diferentes para encontrar aquello que comparten y que desean hacer juntos (pág. 85).

Con estas mimbres y su experiencia personal, Michael Ignatieff nos hace ver que el debate político sigue vivo, que la buena política no caduca, aunque esté siempre bajo la espada de Damocles y sometida al juicio de adversarios implacables.

En suma, Fuego y cenizas es un libro sincero y lúcido, sin autocompasión pero autocrítico, un relato honesto que encaja, por méritos propios, en la categoría de tratado político y que recomiendo vivamente.


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