En
Nuestra historia
(Páginas de Espuma, 2016), el nuevo libro de relatos de Pedro
Ugarte (Bilbao, 1963), hay como
una sensación de que algo necesariamente tenía que expresarse y
contarse así, con esas mismas palabras y en ese mismo orden, hasta
conformar un puzzle poliédrico por donde han de transitar diez
historias familiares, cada una de las cuales con su propio descosido
de infelicidad y sus propias tribulaciones, que propondrán otras
maneras de dirimir las desavenencias que se dan entre sus personajes.
En
este libro hay gente que está destinada a hacer todo lo que puede y,
además, es lo único que se siente capaz de hacer de esa manera y no
de otra. Gente admirable que posee un don especial al alcance de muy
pocos, como saber hacer un regalo en cada momento sin equivocarse.
Otro tipo de gente, en la misma línea de aciertos que la anterior,
tiene la gracia particular de arreglar cualquier asunto que se le
encomiende con tan solo hacer una llamada de teléfono. Pero no vayan
a creer que todo resulta consecuente con lo supuesto, porque habrá
que prepararse para lo imprevisto, habrá que indisponerse o
compadecerse cuando aparezcan seres desubicados, depresivos y
erráticos que pospongan las urgencias de la vida.
Las
ilusiones para todos los Jorges
que protagonizan estos cuentos, no desaparecen del todo, sino que
parecen esfumarse de un modo temporal de sus legítimas aspiraciones.
Quizá después, al retornar de los sueños que todos tienen, sus vidas cotidianas les parezcan insulsas, como una imitación defectuosa y solo
aproximada de lo que anhelaban vivir. Aquel niño que un día
sorprendió a su padre con la resolución de un crucigrama, o aquel
amigo empeñado en reunir a la peña de antaño para rescatar de las
cenizas el pasado que los unía, ambos, en sus respectivas historias,
añoran ese tiempo en el que todo era más sencillo, “tiempos en
que la moral de un niño, el bien y el mal, el premio y el castigo,
aún tenían sentido e interpretaban con claridad un mundo sin
mentiras ni doble fondo”.
No
hace mucho que Ugarte
dijo que las ideas para la concepción de sus relatos le vienen por
tres conductos: por una frase feliz, por un personaje que se le
presenta o a través de una situación. El lector tiene con esta
confesión el germen de cómo el autor bilbaíno se enfrenta a este
género tan exigente como es el cuento. Para un escritor de relatos,
con la veteranía y oficio con la que se maneja él, que sabe desde
qué ángulo tiene que exponer la peripecia de sus historias, que
conoce lo complicado que es reducir al mínimo posible los artificios
técnicos, a semejanza de los buenos actores que apenas se maquillan,
no hay mayor preocupación que el arranque de la historia.
Podría
decirse que para Pedro Ugarte
enganchar al lector consiste en darle un empujón al comienzo y
precipitarlo hasta el final del cuento, como evidencian estos tres
ejemplos: “Entonces no supe darme cuenta, pero aquel iba a ser el
día más importante de mi vida”, dice el narrador al principio del
cuento Vida de mi padre,
“De Elsa yo sabía lo que puede saber un hombre de su esposa: algo
menos cada día”, así arranca el relato que lleva por título
Enanos en el jardín, o
como irrumpe Para
no ser cobarde,
otra historia pensada para encajar en ese arrebato: “Habíamos
malvendido el piso”.
Nuestra historia
es un puñado de relatos escritos con esa fuerza que otorga la
narración en primera persona. Ugarte
aprovecha esa fórmula eficaz para engatusarnos con las uñas
afiladas de su prosa y contarnos estas historias extraídas de la
vida contemporánea de la gente que habita nuestras ciudades, desde
el seno familiar, desde ese núcleo primario en el que sus miembros
guardan tantos secretos.
Una
vez más, cinco años después de El mundo de los
Cabezas Vacías, Ugarte
regresa brioso y desafiante por el territorio del cuento, o lo que es
lo mismo, por sus fueros, un género que tan bien conoce y domina,
para mostrarnos con su prosa honda e incisiva el origen urbano de las
historias precarias de sus habitantes. Nuestra historia
es un libro hermoso que se sumerge, precisamente, en la cotidianidad
de sus moradores para descubrirnos sus contradicciones y la parte
risible de sus apuradas vidas.
La
ficción hace que nos fijemos más en la vida, incluso en la ajena,
una práctica que a su vez nos hace mejores lectores de los detalles
que ofrece la buena literatura, que a su vez nos hace mejores
lectores de la vida. Y así sucesivamente.
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