Hay
una cita preciosa de una conferencia que dio la escritora
estadounidense Ursula K. Le Guin
en un ciclo literario en el año 2000 que dice que «por
debajo de la memoria y la experiencia, por debajo de la imaginación
y la invención, por debajo de las palabras hay ritmos ante los que
la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha; la
tarea de quien escribe es ahondar lo suficiente para sentir ese ritmo
y dejar que ponga en marcha la memoria y la imaginación para que
estas encuentren las palabras».
Y añade que eso lo aprendió de Virginia Woolf,
expresado de forma bellísima en una carta a su amiga Vita
Sackville-West, en la que
explica que el estilo es ritmo, «la
onda en la mente»,
lo que hace en verdad que las palabras encajen.
En
la mente de Ginés S. Cutillas
(Valencia, 1973) este pálpito de encajar las palabras del que habla
la escritora británica y otras consideraciones personales dentro y
fuera del ámbito de la escritura están muy presentes en su nuevo
libro Mil rusos muertos
(Silex, 2019), un texto cuya génesis es fruto de la investigación
previa a una conferencia que tuvo que impartir en mayo del 2007 en
torno a la mujer y el microrrelato. A Woolf
también le encargaron en 1928 una charla sobre la mujer y la novela
y, como señala el propio autor “resultaba inevitable establecer
similitudes entre los dos encargos de conferencia”. En ese sentido,
toma como punto de partida Una habitación propia,
una relectura atenta del ensayo en el que Woolf
explora ese espacio literal y ficticio de difícil acceso para las
escritoras de su época, en el que enlaza paralelismos con el trabajo
que se proponía.
Cutillas
es conocido, sobre todo, como escritor de relatos y de microrrelatos,
género este último en el que se le reconoce como a uno de los
teóricos más representativos del panorama literario actual de
nuestra lengua. Es autor de los libros de relatos La
biblioteca de la vida
(2007) y Los sempiternos
(2015); de la novela La sociedad del duelo
(2013); de los libros de microrrelatos Un koala en el
armario (2010) y Vosotros,
los muertos (2016); y del
ensayo Lo bueno, si breve, etc.
(2016) Parte de su narrativa se ha publicado también en diferentes
antologías de relatos y microrrelatos, como Por favor,
sea brece 2 (Páginas de
Espuma, 2009), Velas al viento
(Cuadernos del vigía, 2010) o Antología del
microrrelato español
(1906-2011) (Cátedra, 2012). Actualmente es profesor en la Escuela
de Escritores y forma parte del Consejo de Redacción de la revista
literaria Quimera.
Enlazando
con lo que dejamos dicho anteriormente, diremos que, de la memoria,
de la propia escritura y, desde luego, del hilo conductor de Una
habitación propia,
Cutillas construye la
trama ensayística de Mil rusos muertos,
y, conforme van apareciendo las perplejidades que el propio análisis
va presentando, el texto gira dando paso a una parte ficcional que
relata la propia experiencia del autor cuando decidió dejar su
trabajo de ingeniero informático para dedicarse por completo a la
literatura. Cuando Woolf
habla de la necesidad de espacio y dinero, como condición
imprescindible para que una mujer se dedique en cuerpo y alma a su
labor literaria, Cutillas
responde que, para él, y más en estos tiempos que corren, son
tiempo y dinero los dos factores esenciales. Nos falta tiempo para
compaginar vida y literatura, según él, porque el trabajo-yugo se
impone.
Por
otra parte, estamos ante el libro más personal de su autor. Por sus
páginas recorren testimonios de su vida y nos explica cómo cambió
su destino cuando decidió dedicarse a la literatura por completo.
Viene a decirnos que el escritor no es alguien envuelto en una pátina
inspiradora que maneja el tiempo a su antojo, sino que necesita
ponerse a ello todos los días, cualesquiera que sean las
circunstancias o los sentimientos. Por eso considera que todo trabajo
fuera del campo creativo es algo insoslayable para muchos escritores
de atenuar su precariedad, pasando la creación a un plano
secundario, sometiéndola a arreones de fines de semana y a unas
vacaciones encerrados en una habitación para poder escribir. El
libro indaga sobre toda esta realidad y nos interroga sobre la
importancia de saber si estamos empleando nuestro tiempo en lo que
verdaderamente deseamos.
Cuenta
Cutillas que, por
aquel entonces, cuando recaló en Barcelona en 1999, no lo tuvo nada
fácil para dedicarse a la escritura: “Escribir cuento, novela o
ensayo en aquellos años era poco menos que impensable, porque
cualquier proyecto se hubiera malogrado con toda seguridad. Sin
embargo, la pulsión por escribir encontró alivio en los
microrrelatos, sin darme cuenta de que simplemente estaba aprendiendo
a postergar la vida para cuando se presentaran unas condiciones
mejores para la creación”.
Mil rusos muertos
es, por todo ello, un libro testimonio, un texto híbrido que encaja
en ese género de novela-ensayo, que se lee con sumo interés, porque
el libro transmite, sin impostura, lo que tiene de trasunto. Cutillas
se pone cerca del lector y le habla con la calidez argumentativa de
todo el teje maneje que envuelve a ese binomio llamado literatura y
vida, desde ese yo narrativo en el que se funden las señas de
identidad de quien lo hace apartado y con entrega absoluta.
Seguramente con la misma sintonía con la que se dirigía Virginia
Woolf, también en otra carta, a su amigo
Gerald Brenan: «es
el precio que hay que pagar, hundirse
hasta el fondo del mar y vivir en soledad con las palabras».
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