Los
lectores de poesía, cabe suponer que entusiastas de esta disciplina
literaria, van a redoblar su fervor hacia el género cuando lean Un
hombre sentado en una piedra
(La Isla de Siltolá, 2016) del poeta, haiyín y aforista León
Molina (San José de las Lajas,
Habana – Cuba, 1959). El autor, en esta ocasión, propone un
poemario de sesenta y ocho piezas que se entroncan a su vez en cinco
partes por las que discurre su mirada poética a través del tiempo
vivido, el espacio natural, sus confluencias literarias, el amor, y
el devenir de los días.
Más
allá de las razones que pudieran explicar y justificar la aparición
del título, insertándolo como una pieza más en el contexto de su
obra, y más allá incluso del valor general que esta posee, nos
encontramos ante un libro que, de alguna manera, se sitúa en un
plano superior al de otros anteriores suyos.
Desde
cierto punto de vista, diríamos que los temas tratados son asuntos
comunes en su poética. Más o menos son los mismos de siempre pero,
en esta ocasión, trazados desde una perspectiva más sosegada y
experimental. Por sus versos confluyen la naturaleza, el tiempo, el
silencio, la memoria, el amor y el asombro del instante. Hallamos
pinceladas de paisajes, siempre presentes en su poesía, estados de
ánimo, desamor, reflexiones en torno a la vida y al paso del tiempo,
evocaciones de días idos y atajos de la memoria. Y en cuanto a la
forma, viene a estar en los parámetros a que nos tiene
acostumbrados: coloquial, susurrante, íntimo y preciso.
Lo
que cambia, en esta ocasión, en Un hombre sentado en
una piedra es el tono que
aflora desde la voz de la madurez avanzada, tamizando el devenir,
convirtiéndolo en un estadio contenido, silencioso y personal, en un
canto sereno a la vida. El título mismo encierra un mensaje
reflexivo donde se nos anuncia ese atisbo de sensatez de los años
acumulados que, en ningún caso, significa adocenamiento ni
claudicación, sino todo lo contrario: el encuentro con la aceptación
y la plenitud del sentido de las cosas: Los
años que he vivido/ son una sombra azul/ alimentada por el musgo/
fosforescente de la pérdida...
(pág. 25).
En
gran parte de sus poemas, León Molina
nos deja entrever que ese largo recorrido que supone observar el
mundo y dialogar con él es una travesía vital que se inicia desde
muy temprana edad cuando uno está más ávido de buscar respuestas:
Yo era de carne y hueso/
cuando era joven./ Ahora miro mis manos/ y son dos palabras/ llenas
de palabras (pág. 29).
De
igual manera, encontraremos otros poemas de inusitada belleza que
transitan por esa cosmogonía propia del autor en la que no falta su
amor a los detalles vivos de la naturaleza en el campo y en la
montaña, como la belleza de una polilla, los resortes de una
tormenta, el fragor del chopo, el canto de un sapo partero o el
viento de la noche. Después rendirá tributo a poetas contemporáneos
que admira, como Ángel González,
Ungaretti, Joan
Margarit, César
Vallejo y, sobre todo, por tres
veces, a su maestro, como así llama a José
Corredor-Matheos, citado al
inicio, en medio y en el colofón del libro.
Hay
un aire de melancolía que el lector detectará en gran parte de los
poemas, pero nada que ver con la desolación y la tristeza. Al
contrario, esa nostalgia y sentimiento de pérdida se transforman en
una manera de canto sereno y evocativo de nuestro paso por el mundo.
Un hombre sentado
en una piedra es un libro
hermoso, urdido desde la sencillez narrativa, un propósito siempre
bien anticipado en cada estrofa. Molina
sabe extraer el fulgor de lo cotidiano de manera concisa, breve y
natural.
Si
en El taller del arquero
(2014) el bosque es el lenguaje del poeta, en Un hombre
sentado en una piedra el
observatorio del tiempo y sus consecuencias son los que sustentan
todo el poemario, como continuas indagaciones a la verdad sentenciada
en las postrimerías del texto: La vida que me queda/ es la que
puedo recordar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario